Desde que el mundo es mundo consuela mucho encontrar un culpable. El oscuro mecanismo de la intrincada psicología humana que hace al hombre capaz de las mayores heroicidades y de las peores mezquindades proporciona una calma algo miserable, pero calma al fin, si se echa la culpa al otro. Así como en el fondo de su ruin almita no pocos sufren menos dolor si es compartido y el dicho popular se transforma en mal de muchos consuelo de tantos , hallar un enemigo público facilita en grado sumo eludir las responsabilidades al responsable, desviar la atención de los desfavorecidos hacia un sujeto visible y dirigir los rencores, la furia popular y la frustración por una mala gestión o una pésima actuación para descargarla sobre el cabeza de turco o chivo expiatorio de turno. A lo largo de la historia el gobernante, el poderoso, el dirigente con mando emanado de las armas o de las urnas ha desviado la ira del perjudicado a fuerza de culpabilizar a alguien. Si se encuentra un malo universal se extenderá la idea de que su maldad ha provocado la desgracia y eliminándolo o atacándole se matan dos pájaros de un tiro: se calma la ira del pueblo vaticinando que el mal desaparecerá y se satisface el íntimo deseo de venganza. Cristianos bajo los leones, judíos en los ghetos y desposeídos, expulsados o gaseados, moriscos, brujas, hechiceros, gitanos, negros, comunistas, inmigrantes, árabes, siempre es fácil y extremadamente útil encontrar quien cargue con la culpa. La diferencia es a menudo el mecanismo generador de ese odio común. O la envidia. José Blanco , que no es Maleni y sí listo como el hambre, ha inventado al nuevo enemigo público. Un colectivo poco numeroso y forrado. Lleno de ira santa ha proclamado a los cuatro vientos que solo ellos son los culpables del déficit de los aeropuertos, y que son chulos, vagos e insolidarios. Los ha enfrentado a médicos, jueces y ministros aunque no a banqueros o dentistas. No conozco a un solo controlador pero algo me huele a podrido en esta apresurada demonización. Y a demagógico.