La histórica cumbre del Vaticano convocada por el Papa Francisco para luchar contra la pederastia y los abusos infantiles en la Iglesia Católica ha acabado con frases altisonantes y compungidas pero con muy pocas medidas efectivas, una solución que era previsible y que ha generado críticas en muchos sectores, especialmente entre las víctimas. La reunión de 190 representantes de la jerarquía, entre ellos los presidentes de las Conferencias Episcopales, generó un gran revuelo porque era la primera vez que la Iglesia se conjuraba de manera colegial contra una lacra que afecta profundamente a la credibilidad de la institución. La celebración del encuentro pontificio venía acompañada de un enorme despliegue mediático y de la presencia, en las sesiones y fuera del marco vaticano, de numerosos testimonios de unas prácticas execrables, repetidas en todo el mundo y la mayoría de las veces silenciadas por la propia Iglesia. Al empezar la cumbre, el Papa Francisco anunció solemnemente que «no se espera de nosotros simples y obvias condenas sino todas las medidas concretas y eficaces que se requieran». Al mismo tiempo, sin embargo, también advirtió sobre la generación de excesivas expectativas.

Finalmente, la cumbre habrá servido para «transformar el mal en oportunidad de purificación», como dijo el Pontífice en su discurso de clausura. Es decir, una especie de ejercicio espiritual de contrición pero sin más resoluciones que vagas referencias a futuros decretos o instrucciones a las diócesis.

Los prelados más activos contra la pederastia y el encubrimiento abogaban por la rendición de cuentas, por abolir el secreto pontificio, los juicios opacos y las normas procesales que dejan indefensas a las víctimas, por acabar con el abuso de poder, por una tolerancia cero y por obligar a los obispos a denunciar los casos a la justicia ordinaria. Como dijo el arzobispo Coleridge, de Brisbane, «las víctimas tienen que estar en el centro de la Iglesia y no al revés».

No ha sido así. Más allá del anuncio de unas directrices a concretar, del acompañamiento a las personas y de críticas genéricas a un pecado universal, instigado por el diablo, o de proclamas contra la pornografía y el turismo sexual, el resumen de la cumbre se cifra en un vago «cambio de mentalidad». Del todo insuficiente ante el océano de casos en los que se ve envuelta la Iglesia.