Al llegar al ecuador de los Juegos Olímpicos de Pekín, los números de la selección española invitan a bajar de la nube preolímpica, recuperar el sentido de la medida y olvidar vaticinios exagerados. Las dimensiones del deporte español en las disciplinas individuales son las que son, y en la piscina y el estadio, donde la diversidad de pruebas permite aspirar a un gran número de medallas, nuestra nómina de competidores con posibilidades es francamente modesta. Solo desde este punto de partida es posible analizar lo hecho hasta ahora sin recurrir al catastrofismo y fijándose solo en lo logrado por las grandes potencias del músculo, con una tradición deportiva y unas estructuras de competición de las que España carece.

La delegación española ha sumado hasta la fecha dos oros, un bronce y doce diplomas olímpicos. Seguramente esa es una foto fija real que se corresponde más con sus posibilidades que cualquiera de los análisis a priori realizados por las autoridades deportivas. Incluso es posible invocar un punto de mala suerte, sin caer en falsas disculpas, en la prueba contrarreloj de ciclismo en ruta masculino (Alberto Contador) y en piragüismo (Ander Elosegui). En cualquier caso, dos medallas más o menos solo acercarían la contabilidad a las 22 medallas de Barcelona-92, pero no modificarían la impresión de que aquel registro fue fruto de un esfuerzo que bien cabría definir de operación de Estado para que los resultados se correspondieran con la jerarquía que se supone al país que acoge unos Juegos. También hay que recordar que aquella cifra tan alta se logró impulsados por la inercia y la duplicación de moral que se supone que se produce cuando los deportistas juegan en casa , una inestimable ayuda que únicamente se volverá a tener si Madrid logra en el 2016 o siguientes convocatorias organizar unos Juegos Olímpicos.

De aquí al día 24, además de las dos medallas seguras en tenis, quedan aún varias competiciones en disputa en las que los deportistas españoles aspiran a podio: baloncesto, hockey, alguna prueba de atletismo y quizá algún otro deporte en el que la distancia entre la gloria y el anonimato se dilucida en un pañuelo. Tampoco hay que olvidar al piragüista David Cal, que en Atenas-2004 fue la gran estrella española.

Al final, si el medallero no se corresponde con las expectativas, habrá que revisar no solo las dimensiones del supuesto fracaso, sino también los criterios con los que se echaron los cálculos iniciales. Porque un país que confiere al deporte el papel secundario que tiene en la escuela, que ve a los estudiantes-atletas como ´rara avis´ y solo desde hace menos de 20 años cuenta con programas de patrocinio financiados por las empresas, mal puede aspirar siquiera a igualarse con los de parecida demografía y desarrollo. Y el deporte de base, el que con el tiempo se traduce en victorias, se sustenta justamente en estos mimbres y no otros.