Escritor

Hay lenguas que son peores que la salmonela, lenguas que te atacan a traición y que si por un tris fallan en su empeño de dejarte el alma en carne viva, se aseguran de dejarte al menos los sentidos envenenados con su reguero de babas y de inmundicias, lenguas que por donde pasan no vuelve a crecer la hierba, lenguas que han hecho oficio de la maledicencia y, lo que es peor, un oficio provechoso.

No hay más que dar a esta gente sin escrúpulos un micrófono de radio o colocarles delante de una cámara de televisión para verlos sentar cátedra sobre la reproducción asistida del cangrejo o para verlos desgañitarse desguazando la vida y milagros de cualquier pardillo que pasaba por allí, lo mismo les da que el tal pardillo sea un gañán que un señor del que no han oído hablar en absoluto. Les da lo mismo la profundidad del tema, porque el tema que en realidad les preocupa es la profundidad de sus cuentas bancarias, y eso lo tienen asegurado mientras sigan hablando alto y mal.

Y a mí, a estas alturas de la novela, esa forma de ganarse la vida ya no me parece buena ni mala, sino todo lo contrario; siempre, por supuesto, que no me toquen las fibras del honor. Y el otro día, mire usted por dónde, una tal Rosa Villacastín me tocó la fibra, por no decir los huevos, que es palabra malsonante que dejo para ella y sus contertulios.

Es el caso que hablaban por la televisión un grupo de señores y señoras acerca de la estancia de Letizia Ortiz en México y de otras cosas de aún menos importancia, cuando la Villacastín, en un arrebato de bilis incontrolable, acusa al exmarido de Letizia de ser poco menos que un pretencioso y un cursi.

Cuando oí tal barbaridad en boca de esa mujer de la que sé a ciencia cierta que jamás de los jamases ha hablado con Alonso Guerrero y que ni por asomo ha ojeado uno solo de sus libros, me acordé de cuando era pequeño y creía posible ver a los locutores de televisión asomándome por las traseras del aparato, y lamenté que no fuera así, porque, de haber sido, la habría agarrado de las greñas y arrastrado por los suelos del plató, que era como antaño arreglaban sus asuntos las verduleras; o, mejor todavía, la habría atado a la silla y la habría obligado a ver su propio programa y otros semejantes hasta que el Príncipe regrese del viaje de novios.

Cómo se puede permitir que gente indocumentada, que confunde cursilería con prudencia, lance tales calumnias al aire y queden indemnes. Imagino que su intención no era otra que la de congraciarse con la Casa Real y que, en su mezquindad, no ha encontrado mejor camino que el denigrar a un hombre que no estaba presente y que, por lo tanto, no podía presentar batalla. En momentos así es cuando lamento que Alonso Guerrero esté tan bien armado de prudencia y sensatez, porque los que somos más montaraces agradeceríamos el espectáculo de verlo desenvainar la espada de su verbo y arrojar a los medios del circo los mondongos fofos y apestosos de un puñado de bocazas. Desde luego que talento para eso y para mucho más no le falta. Pero a él, que en esta película de santas, príncipes, princesas y milagros, le ha tocado interpretar el insulso papel de san José, se encoge de hombros, escribe sus novelas y se mofa de todos estos listillos, especialmente de esta pobre señora que a tan bajos ardites debe recurrir para llevar los garbanzos a casa.

Imagino que por la cabeza de Alonso, que es como la biblioteca de Alejandría bajo una cabellera de colegial, debe pasar algo parecido al párrafo aquel de Pessoa en el que se refiere a esos "pobres diablos siempre con hambre, o con hambre de almuerzo o con hambre de los postres de la vida. Quien los oye, y no los conoce, cree estar escuchando a los maestros de Napoleón y a los instructores de Shakespeare". Pero Pessoa eran muchos, y además nunca tuvo el desplacer de verse involucrado en una guerra de cursis y bocazas.