El encierro (y la incertidumbre social y económica) modificaron, incluso sin que fuéramos del todo conscientes, nuestras formas de consumir. Tampoco quedaba otra, ¿no? Seguro que vieron la noticia en los telediarios, como una especie de ecos de sociedad que permitía un respiro cuando el número de víctimas se incrementaba exponencialmente: la “cotización” de nuestra cesta de la compra. Las primeras semanas adquirimos más productos de higiene e inundamos las mesas de comida sana; después, nos dio por el dulce y el alcohol (pasados nuestros días “de buenos propósitos” confinados) para, en una fase final, ir entrando en algo parecido a la antigua normalidad.

Sobre el método de compra, por supuesto, había pocas dudas. Porque venía obligado. El consumo digital se disparaba y el presencial bajaba, en traslación en cifras de una perogrullada propia del ministro Garzón y su visión sobre las casas de juego. El encierro forzaba a impulsar el comercio digital y ponía en cuestión las redes logísticas. Cualquier previsión de estrés de los mecanismos de distribución de productores, transportistas e intermediarios (en especial, los marketplaces a gran escala como Amazon) seguro se situaba muy lejos del escenario de un país en casa.

Sin embargo, el ahorro no se incrementó significativamente de forma agregada en el conjunto de las familias. Lógico. Por un lado, el golpe de la rápida transición al cierre de actividad dejó un enorme número de personas en situación de paro o suspensión temporal, lo que redujo notablemente la capacidad adquisitiva familiar y personal. Segundo, porque a menudo olvidamos que la evolución de la economía es un juego de confianza. Si percibimos como posible un aumento, un cambio de trabajo o una percepción extra, o simplemente vemos abrir nuevos locales y crecer los existentes, nuestra propensión al gasto será mayor. Y no, por mucho que Tezanos lo aseguré, los españoles no creemos que nuestra situación económica iba a ser mejor después del confinamiento. De hecho, que se hunda la confianza sería hasta una señal de coherencia hasta que se pongan en marcha los mecanismos fiscales y monetarios para superar la crisis sanitaria. Si es que se llega a hacer.

Ha habido un daño colateral casi invisible en este proceso de confinamiento. El dinero físico, que tan mala fama se lleva años granjeando entre estados y bancos, se ha convertido en especie en extinción. Pocos eventos como una crisis, en especial aquellas que revisten la incontrolable forma de desastre natural, sirven para acelerar la aceptación de disrupciones. La presencia del dinero de plástico (las tarjetas) ya se había probado exitosa y completa en la sociedad, si bien quedaban espacios donde la comodidad o el coste de transacción (sin dejar de mencionar la libertad de elección) donde aún reinaba el efectivo. Ha valido una recomendación para que nos lancemos a exigir furiosamente poder pagar con tarjeta. Somos seres obedientes frente a la normatividad (y el miedo).

Porque los defensores de la desaparición del dinero físico, del efectivo, siempre se han fundamentado en dos grandes pilares: la lucha contra el fraude fiscal y la mejorar en el control de capitales. Después, claro, la motivación de la innovación tecnológica. Pero ahora se suma una nueva finalidad fácilmente asumible por todos: la coartada higiénica.

No se me ocurriría desdeñar los beneficios de la transformación tecnológica en los procesos de pagos. No, no va de eso. Pero será cuestión de (breve) tiempo que veamos programas, orquestados pública y privadamente, que aboguen por una paulatina desaparición del efectivo. Y tendrán la representación de controles establecidos en nuestro beneficio.

Quizás convendría antes de abrazar estas iniciativas la capacidad de “lateralidad” a la que pueden llegar sus efectos. Hay daños potenciales en los costes de esta transacción para las empresas más pequeñas. Aún existen amplias capas de población con baja educación digital o sin acceso a herramientas tecnológicas que corren el riesgo de no pasar el corte.También pone el sistema entero frente a la potencialidad de un ataque cibernético o cortes (por catástrofes, por ejemplo) que tendrían un enorme impacto a nivel individual.

No parecen riesgos menores. Por no hablar, sobre todo, de nuestra libertad individual. Pero a lo mejor es que ahora no cotiza al alza.