TYto tenía un corazón pacífico y tierno al que las otras vísceras llamaban cursi a sus espaldas. Las tripas, sin embargo, siempre las tuve belicosas. Si en su presencia alguien hablaba de la monarquía, pongamos por caso, del rescate a los bancos, de esta inaudita rapidez con la que la justicia actúa contra los escraches, de la arrogancia de los corruptos, en fin, de esa forma de darle la vuelta a las palabras para convertir lo mío en tuyo y lo tuyo en derecho constitucional a la propiedad privada, ahí estaban mis tripas revolviéndose como una culebra. Era mi corazón el que mediaba. Las cosas mejorarán, decía. Gracias a él, en lugar de una faca, clavaba sobre el otro una sonrisa conciliadora.

Hippy. Timorato. Perroflauta, le llamaban el hígado y los riñones. ¿Es que no ves lo que pasa a tu alrededor?, le preguntaban los ojos. Y mi corazón, aunque vive de prestado en un agujero entre mi pecho y mi espalda, se ponía en plan caballero de posibles, empeñado en ver el vaso siempre medio lleno.

De toda la comunidad de vecinos, llegó un momento en que sólo el cerebro le dirigía la palabra. Vamos a ver, alma de cántaro, le dijo un día, yo estoy en contra de cualquier tipo de violencia, pero, de las formas de violencia imaginables, la que más detesto es la del indiferente. Entre el cafre que insulta escondido en la multitud y el que roba escondido en la impunidad de un cargo público, me quedo con mi derecho a arrancarle a la justicia la venda de los ojos, a dentelladas si es preciso. Y mi corazón, que no es de piedra, se pasó al bando de los belicosos. Yo hay días en que añoro aquel corazón tan tierno. Entonces, mis tripas, tan poco sentimentales, me gritan: cuando se vaya del aire este olor a podrido, tiempo tendrás de volver a tu corazón y a tus asuntos.