Ha bastado que se dé el pistoletazo de salida a la precampaña electoral para que, inmediatamente, los candidatos empiecen a debatir --aunque el verbo no sea el adecuado porque es un diálogo de sordos-- sobre los debates. El presidente de la Junta y candidato por el PSOE, Guillermo Fernández Vara, ha propuesto al candidato por el PP, José Antonio Monago, tres debates: en internet, ante un grupo de ciudadanos y en la universidad. Monago le contesta que sí, pero que sea ante una familia en paro, ante un grupo de regantes y ante otro afectado por el recorte de las primas a las fotovoltaicas. Por su lado, el alcalde de Badajoz y candidato por el PP, Miguel Celdrán, rechaza debatir con el aspirante socialista a la Alcaldía, Celestino Vegas, porque una vez le llamó "borracho".

Todo ello demuestra que cuando se acercan las elecciones los debates sobre los debates son ya un género clásico de ese bosque de declaraciones que más que aclarar confunden al ciudadano, precisamente en el momento en que más necesita el contraste de pareceres. Por esta razón, lo mejor sería que los debates fueran impuestos por ley, con formatos y participantes precisos, como lo son en países de larga tradición democrática. Cuando el acceso a los medios de comunicación está generalizado; cuando la tecnología permite que nadie que tenga interés se quede sin conocer las propuestas de los candidatos, se hace necesario buscar una fórmula que obligue a los candidatos a que la celebración de debates dejen de depender de los intereses electoralistas de cada uno. Intereses que siempre estarán por debajo de los intereses de los ciudadanos.