El caso del periodista británico Ray Gosling ha vuelto a encender un debate candente en la sociedad y que, en función de las circunstancias o de la notoriedad de los protagonistas o de sus vicisitudes, regresa a los medios de manera periódica. El presentador de la BBC confesó en un documental, y de manera dramática, que había acabado con la vida de su amante, enfermo terminal de sida, tras asfixiarlo con una almohada, y a partir de su relato han vuelto a plantearse los conflictos morales que subyacen en un tema de tanta trascendencia. Los grupos defensores del derecho a morir dignamente han considerado, con razón, que la forma en que Gosling ayudó a su compañero moribundo es una brutalidad que se asemeja más a un homicidio y que va en contra de la lucha por una despenalización del suicidio asistido. No es de extrañar que se discutan nociones de gran calado ético que deben analizarse con sumo cuidado y con respeto hacia quienes deciden actuar de una manera tan radical. La sociedad ha avanzado mucho en este asunto y hoy en día, sin estar legalizada la eutanasia, se da una cierta aceptación social gracias al sentido común que impera en muchas ocasiones. Bien por falta de pruebas, bien por la introducción del testamento vital, bien por una implícita condescendencia humanitaria, es cierto que ningún médico o allegado han entrado en prisión en aplicación del artículo 143 del Código Penal. La frontera entre la eutanasia activa, la pasiva y el homicidio (aun de buena fe) a veces es una línea muy fina. Debe respetarse el deseo de los enfermos terminales, pero también debemos todos ajustarnos a una legislación que evite desmanes.