Cantautor

Estos días nos saludamos con una feliz Navidad, con un feliz y próspero año nuevo. Parece ser que el resto del año nos las debemos arreglar como podamos. Sólo nos deseamos la felicidad para estas fechas. No en vano son los días con menos sol del año, más grises y, en cierto modo, los más tristes, por no decir depresivos.

De ahí que desde tiempo inmemorial se hayan dedicado estas fechas a la fiesta, alrededor de la buena comida y bebida, alrededor del consuelo que las creencias religiosas puedan acarrearnos.

Pero hemos renunciado a la felicidad como estado natural y permanente. Sólo los místicos de todas las religiones nos hablan de estados de felicidad y gracia. El resto de los mortales no acabamos de tomárnoslo demasiado en serio. Quizá porque creemos, o nos hacen creer, que la felicidad es un derecho, y es al Estado, y las iglesias a quien compete regalárnoslo, a quien hay que exigírselo. En forma de acceso al bienestar, al consumo, a la seguridad, al perdón, al cielo después de la muerte, a tantas cosas en las que confiamos y ponemos nuestros momentos más dichosos. Casi nunca deseos de presente, casi siempre deseos o anhelos de futuro.

Pero podría ser que la felicidad no fuese un derecho, sino un deber. Un deber de nosotros mismos para con nosotros mismos. Y para con los demás, pues pocas cosas se contagian más que la alegría. Reírse solos y ser felices solos es una extravagancia. La felicidad es algo que se comparte con los demás, que se entrega a los otros, que se regala al mundo.

Así que digamos feliz Navidad, y el resto de los días que nos queden por vivir. Próspera entrada y salida de año, de éste y de todos los que vengan. Para que seamos un poco más felices.