El caso de Inmaculada Echevarría, la mujer de 51 años que murió en la noche del pasado martes en un hospital del Servicio Andaluz de Salud de Granada después de padecer durante décadas una distrofia muscular progresiva, ha puesto sobre la mesa con toda su crudeza el concepto de autonomía del enfermo, contemplado en la legislación sanitaria española desde el año 2002. La muerte de Inmaculada se produjo por su decisión de ser desconectada del respirador que le mantenía con vida pese a estar postrada en una cama desde hace 30 años y mantener únicamente la movilidad de los dedos.

No estamos, por más que haya quedado establecido así de manera impropia en el lenguaje de la calle, ante un caso de eutanasia pasiva. Ese concepto ha quedado desbordado por la propia legislación que establece que no se puede actuar sobre un enfermo si este no quiere, como es el caso. Dicho en términos más coloquiales, ahora es el paciente el que decide "cuándo le llega la hora". Tal determinación debe adecuarse a tres requisitos, perfectamente acreditados en el caso de Inmaculada Echevarría: que la decisión sea libre, que el enfermo esté en pleno uso de sus facultades mentales, no habiendo ninguna circunstancia que las enturbie, y que esté perfectamente informado de las consecuencias de su resolución.

El problema en este tipo de casos es que se trata de una decisión dramática, dado el poco tiempo existente entre el cese de un tratamiento concreto --en este caso la retirada del respirador que la mantenía con vida-- y el desenlace. La supuesta relación causa-efecto crea un natural desasosiego, muy distinto al que se produce con decisiones en el fondo similares --por ejemplo, no dar más quimioterapia a un enfermo terminal de cáncer-- cuando la muerte queda más alejada del momento en que el paciente ejerce su autonomía. Muchísima gente muere en nuestro país cada día después de tomar determinaciones parecidas, en esencia, a la que ha tomado Inmaculada Echevarría. Este caso, además, ha tenido mayor relevancia porque se sabía por los medios de comunicación que la enferma deseaba no seguir viviendo en sus terribles condiciones. Por lo demás, la petición de sedación por parte del enfermo a punto de morir es legítima y debe apoyarse en la pretensión de que el paciente no sufra en su momento terminal.

En este caso ha tenido que mediar un traslado previo desde un hospital religioso a otro del sistema público de salud de Andalucía, que ha cumplido lo que determina la legislación. Las orientaciones religiosas están todavía muy presentes en cómo debemos morir, y ayer mismo se produjo una gran polémica, alimentada por el hecho de que el presidente andaluz, Manuel Chaves, dijo que había habido indicaciones directas del Vaticano para que no se le retirase el respirador en la clínica religiosa donde había estado ingresada en los últimos años.