A todos le ponemos etiquetas. Supongo que la continua avalancha de información (y la no menos potente riada de desinformación) en la que estamos inmersos, nos fuerzan a comprender los términos en el menor tiempo posible. Venga, ya, necesito procesarlo: algo rápido, píldoras, fastfood. Y el etiquetado conlleva, claro, una simplificación. De ahí a la perversión del sentido de una palabra hay un paso verdaderamente corto.
Algunos dan en la diana y hacen uso (y abuso) de palabras como si fueran conceptos indiscutibles. Casta, escrache. Todo es facha, todo es progre. La sufrida “democracia” se ve diariamente manoseada y adaptada a intereses particulares. Este empobrecimiento gramatical no sería tan grave si no se condujera igual en la dimensión pública. Pero es muy inocente pensar que nuestras políticas no están condicionadas por esta manera de vender (¿es otra cosa?), que con apatía hemos asumido como consumidores. Digo, ciudadanos. Pocas palabras han vivido mayor desprestigio que “empresa”.
Si no fuera así, hubiéramos podido creer que la guía enel diseño de la estructura económica para paliar los efectos del Covid-19 y el confinamiento fuera “rescaten a las empresas”. Cualquiera que esté leyendo esto, coincida o no en el análisis, sabe que eso no se iba (ni se irá) a producir. La pesada herencia de asociar empresa y empresario a conceptos como capitalismo salvaje, elusión fiscal, beneficios a costa del trabajador. ¿Por qué habría que ayudarles?
Estas etiquetas no son más que el triste panorama al que hemos obligado a la sociedad española, que tiende a desconfiar casi de cualquier ecosistema empresarial porque le han enseñado a que así sea. Pero no deja de ser cierto que el cauce para evitar una profunda recesión, cuando no un colapso financiero en un corto plazo, son las empresas.
¿Por qué auxiliar directamente a las empresas? Primero, porque son las que mantendrán el nivel de empleo. Si el empresario sabe que pasará por la etapa de restricciones (legales, recordemos) y la pérdida en facturación con ayudas en forma de liquidez, podrá en primer lugar afrontar su carga fiscal y, en segundo, mantener el nivel de empleo. Los ERTE sólo son una herramienta, un respirador que concede aire un tiempo determinado. Ningún empresario quiere -por sistema- despedir porque sabe que al mismo tiempo está afectando su propio mercado.
Si cualquier empleado, suspendido su contrato o no, sabe que se está ayudando a su empresa a mantener cierto nivel de empleo, confiará en ser parte de la reactivación. Es decir, indirectamente, el sustento empresarial tiene una incidencia decisiva en el consumo, tan necesario para realimentar nuestro sistema financiero (privado, las pymes; público, recaudación fiscal).
Además, una acción decidida de este tipo evitaría una ruptura de nuestro tejido productivo, algo que no se recupera de forma inmediata y que tiene un enorme coste para todos en un corto plazo (las quiebras suponen cadenas de impagos y generan costes públicos por la gestión concursal y recuperación de créditos públicos).
Hay que recordar además que no hay un pecado “original” empresarial en esta crisis. No hay una recesión financiera ni un ajuste de valor. Es una crisis sanitaria en la que -por esas mismas razones- se ha limitado la actividad de las empresas. Y, además, no de todas.
Así lo ha comprendido Europa, que en la mayoría de sus países han desplegado ambiciosos planes de ayuda empresarial, mezclando incluso inyecciones y moratorias fiscales. En cambio, España, una de las principales economías de la Eurozona está a la cola en la inversión directa a sus empresas, según el Banco de España.
Entendemos que ayudar a la empresa es sólo echar un cable al empresario. Y no es así; además estamos provocando efectos indeseados a medio plazo: un abaratamiento de nuestras empresas, a las que dejamos en manos de la inversión extranjera y a vender sus activos y perjudicando a las pequeñas sobre las grandes, ya que cuentan tradicionalmente con menos caja).
La duda es si es una decisión consciente o mera indecisión política. Confundir el tipo de crisis penalizando a la empresa en una falaz dicotomía personas-empresas puede ser indecisión. Ocurre que parece voluntad política. Y eso es un auténtico problema. Lo curioso es que tampoco es bandera de una oposición a la que supone más cercana a estos postulados. Será indecisión o será impericia. Malditas etiquetas.