Cuánto mal han hecho a la literatura autores como Javier Cercas o Emmanuel Carrère con su promoción incansable de la «novela sin ficción». Si encima tenemos que las redes sociales fomentan la exposición continua de las pequeñas hazañas narcisistas, todo se suma para que, cada vez más, las novelas hablen (bien, por supuesto) de sus autores, de lo que comen o beben y por dónde pasean. Hay algún otro que publica directamente sus diarios, asestándonos un volumen por año, cada vez más extenso y previsible. Frente a esa deriva autobiográfica, que «vende», como demuestran las últimas ‘novelas’ de Manuel Vilas o Miguel Ángel Hernández, se alza La huida de la imaginación, un brillante e implacable alegato que obtuvo el último Premio de Ensayo Ciudad de Valencia.

Su autor, Vicente Luis Mora (Córdoba, 1970) es todo menos un nostálgico de tiempos pasados. Atento observador de la actualidad literaria, artística y cinematográfica, en su extensa obra crítica y literaria se ha esforzado por mostrar las posibilidades de los nuevos medios, desde su poemario Mester de Cibervía (2000), a ensayos como Pangea. Internet, blogs y comunicación en un mundo nuevo (2006) o El lectoespectador. Deslizamientos entre literatura e imagen (2012). Lamentablemente, los nuevos medios para lo que han servido casi siempre ha sido para fomentar la pereza y un relativismo estético en el cual un cuadro de Goya entusiasma menos que un vídeo de gatitos, y una ocurrencia de Pepito Pérez vale lo mismo que una frase de Nietzsche.

Recuerdo la intervención de Mora en el congreso Transversales, que tuvo lugar en la Facultad de Formación del Profesorado en Cáceres en 2016. Allí, el escritor cordobés hizo una «defensa de la dificultad» en la novela, poniendo como maestros a autores un tanto olvidados, como Julián Ríos o Miguel Espinosa, en los que se unía lo lúdico con la profundidad psicológica y la exigencia formal.

Armado con un considerable bagaje bibliográfico, marca de la casa, Mora desmonta famas ridículas, como la del noruego Knausgard, y disecciona un panorama poco alentador, en el cual el mercado ha pasado a ejercer de crítico cultural, fomentando una «invasión de lo real no tratado estéticamente», pues no basta invocar a Proust o Montaigne, cuando no se tiene una milésima parte de su talento y se confunde la indagación personal con el edificarse una estatua en vida. Mora aboga porque la crítica «recupere el espacio perdido», lo cual pasaría por no temer hablar mal de nombres consagrados si alguna vez no dan la talla y por premiar el riesgo y la ambición. Por desgracia, como dice Mora, predominan los crítico acomodaticios, a los que «gusta solo el tipo de libro que ya conocen, porque les hace sentirse cultos al recorrerlos, mientras que las obras que desafían sus coordenadas estéticas los descolocan y generan inseguridad, por lo que prefieren denostarlas por modernas a ensanchar sus conocimientos y redefinir sus marcos conceptuales».

Frente a las tesis de quienes justifican lo que Mora llama sus «copio y (p)ego», el autor andaluz recuerda que la novela imaginativa es más valiosa que la mimética, por múltiples razones, empezando porque es más difícil crear personajes creíbles que hablar de uno mismo, porque la vida del sedentario escritor no suele ser, salvo excepciones, demasiado interesante o porque el narcisismo desbocado resulta siempre desagradable, sea en un futbolista, un político o un escritor.

El libro va encabezado por dos citas de J. G. Ballard y Miguel de Cervantes: «Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro, si no hace más que otro». Algo que olvidan quienes, encantados de haberse conocido y pagados de su nombre, piensan que lo que vale es su firma, y no el reto de inventar nuevas vidas.