THte bajado el sábado al Almonte, entre Torrecillas y Aldeacentenera. El aire es seco. Las preciosas y raquíticas lluvias de octubre han cubierto el campo de una sutil alfombra color esperanza empeñada en persistir aunque las reses y el ciego sol devoren su explosión abortada de verdor. El silencio del monte nunca es silencio. Susurra el viento entre encinas, matojos y jaras. En el camino que desciende al río, siento más que oigo huidizas carreras de animales desconocidos y cercanos, quizás algún corzo, escapado de Monfragüe, quizás alguna cierva delgada y hambrienta. Brilla una libélula al sol en su aérea danza, un ave solitaria ensaya su inseguro canto y ante mi enérgico paso salta un pájaro bobo. Yo camino el sendero parduzco. He dejado atrás las perezosas vacas comiendo el sustento que el hombre les procura porque la tierra ya no puede y al pacífico toro atiborrándose solemne y tranquilo con todo el poderío de su edad y su sabiduría de semental ajeno al peligro que corre su entorno. Vibra la vida en toda su melancólica plenitud. El campo es marrón, ocre, amarillo, verde oscuro y pardo. El cielo azul grisáceo. El aire suena entre triste y cantarín y huele a eterno, a antiguo, a serenidad, a libertad. Y a sequía. Y en todas partes del camino oigo a la tierra llorar: ¡Si lloviera! ¡Si lloviera ahora! Observo a uno y otro lado del río varias encinas enfermas color castaño. No me engaño ¿Se nos está secando la resistente y humilde encina? Dicen los viejos sabios de los Ibores que a esas encinas no las está matando la Seca ni la sequía. Que es un cáncer veloz, letal y desconocido. Y se lamentan: Si se muere la dehesa, ¿qué nos queda? Cuando un árbol se muere, muere algo más que un árbol, pero si son muchos los que corren peligro, lo que está en riesgo es la propia tierra. Y clamo con ellos: algún responsable de la Junta tiene que tomar nota y medidas urgentes antes de que sea ¡otra vez!, demasiado tarde para esta tierra nuestra, tan seca hoy, tan hermosa siempre y a menudo tan descuidada y maltratada.