Crece la delincuencia, se pone en peligro la seguridad ciudadana y se multiplican las víctimas del más despiadado desprecio por la dignidad humana. Todas, las ciudades tienen sectores, y horas todos los días, en que resulta demasiado arriesgado salir a la calle. El tirón, la navaja, los palos y cadenas, la escopeta recortada o... pueden acabar con la bolsa y con la vida del ciudadano. Suenan voces de indignación, cada vez más destempladas, contra estos hechos. Lo que no está claro es si lo que se pretende es acabar con la delincuencia o con los delincuentes. Lo primero resulta viable, aumentando la vigilancia, los vigilantes, las detenciones y las sanciones y lo segundo requiere un cambio profundo de la sociedad. Acabar con los delincuentes no es acabar con la delincuencia. El delincuente no nace, se hace. Y, ¿quién hace al delincuente? Resultaría insensato y bochornoso enconar la represión contra los unos y dejar que campen por sus respetos los otros, los fabricantes de delincuentes. Ni el ladrón tiene la culpa de todas las agresiones contra el derecho de propiedad, ni la prostituta es culpable del acoso a que es sometida, ni los gamberros callejeros son responsables de la degradación urbana tan ultrajada.

Los delincuentes no carecen de responsabilidad. Y deben cargar con su culpa, mas no con la nuestra. Reconocer lo primero es de justicia, aceptar lo segundo es reconocer nuestra responsabilidad y no tratar de disculparnos, echando sobre los otros toda la culpa.