Filólogo

Releo estos días las estadísticas sobre la delincuencia en Cáceres. Unas estadísticas que hablan, por supuesto, de delitos comprobados y resaltan la eficacia de quienes las hacen, pero la delincuencia real tiene más grosor.

Tales estudios evitan cualquier análisis sociológico sobre la respuesta ciudadana a la delincuencia. Se da por supuesto que al delincuente hay que encerrarle en la cárcel bajo siete llaves, sin atender al mandamiento constitucional que prescribe que las penas privativas de prisión han de orientarse a la rehabilitación y la reinserción social del recluso. Con el encierro y el olvido se termina toda preocupación por unos seres que la propia sociedad ha segregado.

Y aunque el perfil del recluso no agota el perfil del delincuente, hoy más abastecido por la facies del constructor corrupto, el narcotraficante influyente, o el estafador inmobiliario, los que realmente están en las cárceles siguen siendo personas marcadas por la pobreza social y económica: parados, pobres, drogadictos. Los otros, entre los que tenemos a día de hoy conocidos apellidos cacereños, no entran en la cárcel.

Sería noble y tal vez rentable económicamente que la sociedad se preocupara de normalizar las bolsas de exclusión, pero como dijo Galbraith, la clase satisfecha no desea cambios económicos contra la marginación: lo único que quiere es que el paisaje ciudadano no esté afeado con su presencia.

Estos días celebran los presos su fiesta. Ellos saben que no están todos los que son, que los narcotraficantes disfrutan de frecuentes errores y olvidos judiciales, que la justicia no está en condenar a los condenados socialmente, que las estadísticas publicadas no reflejan la delincuencia real, que el perfil del preso no agota el perfil del delincuente y que a pesar de lo que se diga en la calle, ésta no es una sociedad ni tan solidaria ni tan avanzada, ni tan justa.