Han pasado muchos años en los que nos alegrábamos con un ¡qué bien! por haber pasado del autoritarismo a la democracia, sin trauma. Después de oír tantos discursos adornados con mentiras y ver tantas actitudes, uno tiene la impresión de que más que un paso democrático se ha hecho un paseíllo con airecillo turístico. En el fondo se sigue sin entender que la democracia, antes que un sistema de gobierno o una Constitución, es una actitud, un talante nuevo, un estilo de vida. Está fuera de discusión que, con unas mismas reglas de juego, podemos dedicarnos a jugar o a enredar. Y en estos momentos, cuando hay sobre el tapete del mundo algo tan serio como una guerra, se juega en política y se enreda con votos. Aquí, sí que hay que revisar las ideas y actitudes propias para hacer posible el talante democrático de respeto y colaboración. No se trata de cambiar de ideas, sino de mentalidad. La democracia no requiere que todos piensen de la misma manera; pero, ¿puede haber democracia si no nos despojamos cada uno del pequeño dictador que llevamos dentro? La convivencia, el respeto mutuo, la fraternidad son imposibles si no se supera el egoismo que nos aísla. Lo peor que podía ocurrir, y este peligro existe cuando oímos debates parlamentarios, es que las normas jurídicas fuesen sólo un pretexto formal para normalizar un diálogo de sordos, la yuxtaposición de grupos y las rencillas autonómicas. La tolerancia en el ámbito de partidos y entes autonómicos, de manera que se respete la verdad del hombre, campa por su ausencia e impera, en muchos casos, el fanatismo. Entre crustáceos no puede haber democracia.