Un reportaje publicado recientemente en El Mundo asegura que el 80 % de los deportistas de élite acaban arruinados. Las causas son múltiples, pero se llevan la palma las drogas, las malas inversiones, los divorcios, los agentes y los padres.

No resulta alentador saber que los más afortunados entre los afortunados, aquellos que consiguen hacerse millonarios gracias a sus dotes para algún deporte, esos a quienes asedian para conseguir un autógrafo o para publicitar un producto, acabarán tan pobres o más que si nunca hubieran pasado de las categorías inferiores. Por decirlo de otro modo, los grandes fichajes de hoy son los grandes fracasados de mañana.

Más de uno pensará que, de estar en la situación de estos deportistas, se libraría de nutrir ese 80 % de privilegiados en apuros. Es fácil decirlo cuando uno gana a duras penas el sueldo justo para llegar a final de mes y sobrevive con la cautela a cuestas, como si estuviera de prestado, pero para el deportista que gana millones en un breve periodo (y cualquier carrera deportiva es breve, por mucho que se estire), el fracaso es poco menos que una leyenda urbana a la que no hay que hacerle demasiado caso.

Intuyo que esa sensación de impunidad, la certeza de que todo va a salir forzosamente bien, es lo que anima a los deportistas a bajar la guardia y tomar decisiones equivocadas y en muchas ocasiones ilegales. Ahora nos consta que tras esa carrera exitosa se agazapa una probable crisis personal de consecuencias imprevisibles para alguien que siempre se sintió tocado por la varita de los dioses y ahora se sabe incapaz de caminar al ritmo de los mortales.

Las sociedades secretas, la evasión de impuestos o los partidos amañados son algunas de las perlas de una casta deportiva que con frecuencia elige atajos para amarrar el éxito... o convocar al fracaso, que, según las aciagas estadísticas, muchas veces vienen a ser lo mismo.