Escritor

El psiquiatra es un ser que se alimenta de penas. Por eso su negocio está siempre en expansión, como el Universo, porque las penas van pegadas a la piel de los hombres como las pecas, y no parece que vayan a dejarnos en paz en los próximos milenios.

El psiquiatra es un mal necesario que nunca está cuando se le necesita. Por ejemplo ahora, que estoy escribiendo estas líneas en la terraza de una piscina pública y algunos me miran extrañados de que, a pesar del sofocante calor, no me desprenda de la camisa. A mí, sin embargo, me deja perplejo la falta de pudor con la que la gente saca a tostar sus michelines. Para mayor agravio, suena por los altavoces la apostólica voz de la Niña Pastori. Luego, leo en este periódico que cada vez hay más depresivos entre los extremeños. No me extraña, con esta música, y con esos cuerpos.

Verifico en mis propias carnes que a la orilla de una piscina pública se apagan todos los frenesíes. Incluso llega uno a comprender por qué hay gente que se da al bestialismo. Bien mirado, el desnudo humano es triste. Sólo cuando pasa cercano y fragante el cimbreo de un cuerpo de dieciséis años me reconcilio con la especie. La desnudez nos sitúa frente por frente con nuestra verdadera identidad, que está hecha de hojarasca que se consume y no deja tras de sí ni humo siquiera. Si me pongo profundo me da por pensar que también el espíritu del hombre tiene algo de esa fragilidad epidérmica, que necesita cubrirse de prendas que lo protejan de la cotidianeidad. Ni por fuera ni por dentro estamos hechos para la intemperie. Debemos cubrir el alma con los mejores trapos de que dispongamos. Y cuanto más numerosos sean mejor nos irá. Por eso, del mismo modo que esta gente que se tuesta a mi lado embadurna metilucosamente su piel de cremas para que el sol no les infecte de cánceres y de pústulas, así se protege el alma con ideas, religiones, dioses, leyes, tradiciones. No existe mejor loción protectora que la idea de Dios, él nos garantiza una existencia plena de sentido, nos da un más allá posible después de esta animalidad que nos gobierna. Y eso es todo cuanto necesitamos creer.

Pero hay ocasiones en la vida en que ataca por sorpresa uno de esos heraldos negros de los que hablaba César Vallejo y de un manotazo nos arranca las telas protectoras, dejándonos desnudos ante el mundo y ante nuestros propios ojos. A veces suele ser una muerte cercana, otras una traición, una derrota, un espejo que nos mira con desprecio, cualquier cosa. Sea lo que fuere, cuando sucede ya no hay remedio. Se rompe algo íntimo en nuestro interior y comprobamos desvalidos que el mundo ha dejado de ser el mismo. Hemos caído en el pozo de la depresión.

El depresivo es como el hombre que amanece en medio de un desierto sin ropa, sin gafas oscuras, sin cantimplora, sin calzado. Desnudo, quizás sienta que por vez primera en su vida es él mismo, que tiene ante sí la verdadera dimensión del paisaje, de su naturaleza, pero está condenado a una muerte horrible. Nada de cuanto sucede a su alrededor le interesa y se echa a morir con una displicencia escalofriante. Por eso es preciso que nos embadurnemos a diario de proyectos, que soñemos con cosas tan banales como la trascendencia, incluso con esa trascendencia sesgada que es la inmortalidad a través de una obra artística, un hijo, o la ilusión diaria por un ascenso, un aumento de sueldo, unas vacaciones, un amor, un buen polvo, lo que sea con tal de que sea sólido y aguante el peso de nuestra existencia. Hay que recubrir al alma de gasas que, aunque engañosas, nos sirvan para atravesar este desierto que llamamos vivir. Llegados a este punto, puede uno pensar que el depresivo sea el más lúcido de los hombres, porque ve las cosas sin adimentos y ha descubierto que nada tiene sentido; sin embargo, admito que no hay quien tolere su compañía, porque él sólo siente deseos de dejarse morir, y ese deseo es repulsivo para cualquier espíritu sano. Ha visto el rostro de Dios, es cierto, pero recuérdese que en la Biblia se dice que quien mira el rostro de Dios no vivirá para contarlo. La vida pasa factura a quienes hurgan en sus secretos. Y ahora comprenderán ustedes por qué no me quito la camisa. Porque también yo, en cierta ocasión, pretendí adentrarme en ese desierto en donde se desvelan los misterios. Desde entonces no puedo desnudarme en las playas ni en las piscinas públicas: para no asustar a las señoritas ni a los niños con la visión de los costurones atroces que las tarántulas y el corbacho de la depresión dejaron impresos sobre la piel de mi espalda.