Profesor

Quienes fuimos jóvenes hace tiempo mostraremos hasta el fin de nuestros días la huella indeleble de haber vivido bajo el franquismo. Por mucho que repudiáramos aquel régimen, cuyo fundador yace bajo una losa que aun enorme se nos antoja ligera, ciertas formas de comportamiento, ciertos hábitos propios de la dictadura que nos tocó sufrir, siguen aprovechando el menor resquicio para salir a la luz. Nadie que haya cumplido los cincuenta está totalmente libre de pecado y desde luego no seré yo quien tire la primera piedra.

Esa triste herencia se manifiesta de formas diversas. Y en situaciones muy diferentes. En el padre (o abuelo, habría ya que decir) que no admite réplica en la mesa, en el maestro que impone dogmáticamente su criterio en el aula, y no sólo en lo que a cuestiones científicas se refiere; en el clérigo que sermonea desde el púlpito contra quienes no comulguen con sus creencias; en el jefe que en el lugar de trabajo hace prevalecer la fuerza sobre la razón.

Mientras este tipo de actitudes no trasciendan más allá de un pequeño grupo de personas, o las manifieste alguien con escaso poder de decisión sobre la vida ajena, el mal que causan estará razonablemente controlado. El problema se presenta cuando esa forma de concebir la autoridad es propia de responsables políticos cuyas resoluciones afectan a todos. Muchos de ellos, además, parecen haber olvidado que en tanto que autoridades democráticas son susceptibles de crítica. ¿Han revisado bien su nómina esos jefecillos que no admiten réplica y que han hecho de la política, más que un acto de servicio a los demás, un modus vivendi que para sí quisieran la mayoría de sus conciudadanos? ¿No han reparado en que el sueldo que reciben incluye un cuantioso complemento para que sepan aguantar las críticas?

La experiencia nos muestra que quienes desempeñan cargos de cierta importancia en la administración pública son cada vez más alérgicos a que se pongan en cuestión sus decisiones. Tanto más alérgicos cuanto menor sea la categoría del puesto que ocupan. Muchos de ellos parecen olvidar que si alguien los censura, lo hace en ejercicio de un derecho irrenunciable, pese a que durante años nos fuera negado. La permanente presencia de estos personajes en un ámbito cerrado, en el que las únicas opiniones que oyen son las de sus correligionarios, cuando no acólitos, probablemente les hace perder el norte. Estos individuos, políticos de tres al cuarto, de los que si se da una patada a una piedra salen doscientos, parecen considerar legítima la crítica sólo si proviene del partido de en frente. No parecen entender, en cambio, que personas sin carné alguno, salvo el de identidad, puedan poner en cuestión lo que hacen o dicen.

Por ello, si la grandeza de quienes se dedican a la política hubiera que medirla por su capacidad de encajar la crítica, de aceptar la censura dirigida no a la persona, sino al personaje público, es de temer que muchas de nuestras autoridades habrían de ser calificadas de pigmeos. Y si algunas de ellas se molestaran al leer cosas como éstas, mucho me temo que no habría de deberse a que tuvieran el estómago vacío. Como dijera el poeta, el vacío sería más bien en la cabeza.