TAtl final de su vida, Friedrich Engels abogó por la ruta democrática y pacífica hacia el socialismo, por el cambio político a través de las urnas más que en las barricadas, si bien siempre se reservó lo que denominaba "el derecho moral a la insurgencia". Nos lo recuerda Tristram Hunt en la magnífica biografía que ha escrito, El gentleman comunista (2011). Como también que sería un ejercicio pedante e inútil jugar a adivinar qué pensaría hoy Engels de la crisis. Pero de lo que no cabe ninguna duda es de que seguiría con gran interés el movimiento de los indignados y la dimensión mundial que ha ido tomando. El amplio seguimiento que han tenido las manifestaciones del pasado sábado en las grandes ciudades europeas, y también en Nueva York, es una buena noticia para los que no renunciamos a que la economía sea gobernada por la política. Y eso solo se puede lograr, a escala europea e internacional, con movimientos e instituciones democráticas globales. Que no será fácil, lo sabemos, pero también que no hay otro camino para domar el carácter implacable y compulsivamente codicioso del capitalismo.

Lo del 15-M, transformado ahora en 15-O global, no es ni pasará seguramente jamás al estadio de revolución, pero constituye una interesante llamada a la insurgencia. Tal vez a esa insurgencia a la que se refería Engels, mayormente pacífica, pero también transgresora frente a las injusticias más flagrantes, como son aquí los desahucios. Porque el malestar social que se va acumulando es enorme, y la exclusión de los jóvenes, una auténtica mina que no va a estallar en silencio.

No es nada nuevo descubrir que la historia avanza torpemente mediante una idea dominante que es negada por otra y subsumida en la siguiente. Parecía que lo habíamos olvidado. Por eso la izquierda reformista, la que cree en las urnas, necesita alcanzar pronto una nueva composición global que le permita decir a sus indignados electores que sí, que sigue siendo una fuerza comprometida y capaz de cambiar el mundo.