En los últimos tiempos se insiste con tesón en que los padres tienen el derecho a elegir la educación que desean para sus hijos. Para comenzar a aclarar el tema conviene señalar que ha de referirse a la educación y no a la instrucción, pues no parece que algunos padres tengan conocimientos para discernir si es más adecuado enseñar la aritmética o la geometría o si es preferible enseñar las doctrinas de Kant o las de santo Tomás. Ahora bien, ¿se trata de un derecho superior a cualquier otro? ¿ Existe alguna instancia que esté por encima de tal derecho?

Cualquier profesor-instructor-educador responsable siente a veces desasosiego al tener conciencia de que, en ocasiones, está enseñando y educando contra las familias de sus alumnos. Porque un profesor tiene la obligación de educarlos para dialogar con su familia, cosa no siempre practicable, o al menos no practicable con las connotaciones que debe tener un diálogo. En consecuencia, debe enseñarle también a criticar a la familia. No a la suya en particular sino a una manera de entender la vida familiar para que no repita los mismos errores. Por otra parte, algunas familias tienen unas concepciones y prácticas que malamente congenian con una ética cívica, como por ejemplo la discriminación por sexos, tradicionalmente enraizada en nuestra sociedad. Otras veces se trata de preceptos religiosos que chocan con derechos de las personas reconocidos en la Constitución, como puede suceder con la situación de las mujeres en algunas religiones, la estructura de las familias o la separación iglesia-estado. Ante el enriquecimiento rápido y rapaz de algún político no resulta extraño escuchar a un padre: "Si yo hubiera estado en su lugar me hubiera llevado más". Si la educación de los hijos fuera un derecho inalienable en poder de esos padres difícilmente se hubiera llevado a cabo un progreso moral, antes bien continuaríamos con los mismos valores de siempre o sin valores . Si la escuela renunciara a educar para la igualdad y la convivencia difícilmente podrían solucionarse esas situaciones y los problemas se enquistarían.

Sin embargo sería arriesgado que un profesor se erigiera en juez y determinara qué valores deben ser inculcados, pues el profesor no está exento de ser partícipe de los mismos o parecidos errores. De manera que parece conveniente que los cauces por los que debe discurrir la educación de nuestros hijos sea la consecuencia de un diálogo, pacto y acuerdo entre padres y profesores. Pero ese diálogo tiene unos márgenes por los que debe discurrir. Porque las sociedades se han dotado de mecanismos e instituciones, los parlamentos, que pretenden señalar, recomendar e incluso exigir unos valores y consagran las preferencias de la mayoría de los ciudadanos a la hora de proclamar cuáles han de ser los valores practicados, los derechos reconocidos y los deberes exigidos. ¿Deben estar esas decisiones parlamentarias por encima de los derechos de los padres? Es necesario distinguir entre ética cívica y moral religiosa. La ética cívica es exigible a todo ciudadano y por lo tanto ha de ser educado en ella. La moral religiosa es patrimonio de la persona individual y por lo tanto queda fuera de cualquier instancia política, administrativa o social, ligada tan solo a las instituciones religiosas y no siempre, pues existen personas religiosas sin pertenencia a ninguna iglesia. De manera que los comportamientos cívicos son exigibles mientras que los religiosos son totalmente voluntarios. Los primeros son universales, para toda la sociedad, los segundos particulares, para el grupo de creyentes.

La historia nos dice que, pese a tener muchos valores fundamentales en común, ambos ámbitos han entrado frecuentemente en conflicto y por lo tanto resulta imprescindible trabajar para que unos y otros no entren en colisión y que, tanto en uno como en otro, sean los derechos humanos y la razón quienes marquen el camino por el que ha de discurrir el comportamiento de los ciudadanos para conseguir una sociedad cohesionada en la que todos se sientan cómodos y no tengan la impresión de que sus creencias se ven violentadas, pues esa sensación la tienen algunas veces tanto los practicantes religiosos como los no creyentes.

*Profesor.