Los obispos españoles han decidido devolver el trono al cardenal Rouco Varela . Hace tres años lo perdió frente a un tal Blázquez , encarnación fugaz del pequeño David capaz de derrotar al todopoderoso Goliat. Pero esas historias rozan lo inverosímil, y si se producen, están condenadas a no repetirse. En realidad, todo ha sido un espejismo. Rouco Varela perdió hace tres años su silla, pero desde su situación vacante no ha hecho sino afianzar su poder, acrecentarlo y ejercerlo al margen de su jefe. Mientras tanto, Roma no ha movido un dedo por Blázquez. Llegó siendo obispo y ahí se ha quedado. No ha tocado la púrpura cardenalicia ni le han hecho arzobispo, lo han dejado como una especie exótica en la nómina de las conferencias episcopales europeas.

Han sido tres años en los que la Iglesia católica española ha mostrado sus dos almas. La de Blázquez, heredera del Concilio Vaticano II, vindicadora de Tarancón, respetuosa con el poder y con la sociedad civil "a la que no quiere imponer su fe y su moral", tal y como dijo en su discurso póstumo, alentadora del proceso de paz en el País Vasco, dispuesta a pedir perdón por el pasado y a reconocer que en él habitan los mártires elevados a los altares junto a los mártires laicos.

Frente a ella, la de Rouco ha intentado compensar el vacío de las iglesias y de los seminarios con la ocupación de las calles, su impotencia para imponer su moral desde los púlpitos, con su intento de imponerla por la ley. Una Iglesia que enseña a los niños el misterio de la Santísima Trinidad pero considera adoctrinamiento la asignatura de la Educación para la Ciudadanía. Una Iglesia que considera acto de justicia elevar a sus mártires a los altares mientras condena a las otras víctimas de la guerra al ostracismo para no reabrir viejas heridas. Una Iglesia, en fin, incapaz de democratizar sus estructuras pero que se cree con autoridad suficiente como para afirmar que en España el Gobierno "vulnera los derechos humanos" y "la democracia camina hacia la disolución".

Es verdad que esta reunión de obispos no encarna a la Iglesia. No es difícil encontrar frente a sus rancios muros el aire fresco de un ejército de personas venerables, abiertas a los tiempos que vivimos, comprometidas con la democracia, defensoras de una moral respetuosa con la que viven los otros, fieles al mandato evangélico de dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Pero viendo y oyendo a Rouco, es difícil identificar la una con la otra.