WDw espués de la debacle histórica de la edición del 2006 (aún sin que se conozca quién es el vencedor oficial), el Tour de Francia necesitaba una dosis de autoestima, un plus de limpieza ética, unos gramos de heroicidad, un renacimiento deportivo. No hay que olvidar que lo que para algunos es una mera --y muy rentable-- carrera ciclista, para muchos otros se trata de una cuestión de honor nacional. Pues bien, la situación de la carrera podría resumirse así: peor imposible. A pesar de los esfuerzos de los comentaristas por encontrar de nuevo la pureza del deporte, a pesar de los elogios a las gestas casi inhumanas de los participantes en la edición del 2007, la crisis del ciclismo en general y del Tour en particular ha llegado estos días a los extremos de una dolorosa, interminable y anunciada agonía. No podía ir peor porque las máscaras han caído y han sido los héroes (precisamente ellos) quienes las llevaban. Alexandre Vinokurov tuvo que retirarse por una transfusión de sangre ilegal poco después de haber creado grandes expectativas sobre la capacidad de este deporte para construir gestas. Y, por si no bastara con eso, con la ducha escocesa del caso Vinokurov, después ha explotado el caso inconcebible del jersey amarillo, Rasmussen. Ni tan siquiera ha sido acusado de dopaje, pero los silbidos de los aficionados tras su nítido triunfo en el Aubisque, las sospechas que se cernían sobre su negativa a pasar por controles sorpresa, la tormenta que se avecinaba, han concluido con la expulsión del danés por iniciativa de su propio equipo, el Rabobank, temeroso de que le estallara en la cara --y en el prestigio-- un caso explícito de dopaje.

Todo el mundo parece culpable. La prensa francesa está utilizando munición gruesa y se está refiriendo a la carrera en términos apocalípticos: "muerte del Tour", "descenso a los infiernos", "caos", "decapitación", "campo de ruinas"...

Un comentarista deportivo ha afirmado: "La carrera ya no tiene sentido. Todo aquel que gane será sospechoso. Es necesario parar el Tour, esta caravana del ridículo". Algunas voces se alzan para suspenderlo durante unos años con la finalidad de llevar a cabo una regeneración drástica, pero quizá imprescindible. Por el contrario, el director de la prueba, Christian Prudhomme, asegura que el fiasco de Rasmussen es "la mejor noticia en ocho días, porque así la clasificación es más creíble". En ese mismo sentido se ha pronunciado el secretario de Estado para el Deporte, Jaime Lissavetsky, para quien casos como éstos significan que los controles funcionan.

Son los dos platos de la balanza. La lucha contra el dopaje es, según se mire, la constatación de que todo está podrido o una demostración de la integridad del deporte más analizado, el más vigilado. Hay que proclamar, alto y claro, la dignidad que se merecen los deportistas que no han caído en el agujero oscuro de las drogas, pero hoy, sin embargo, es difícil ser optimista. El Tour está en coma. Un coma que quizá sea irreversible.