Solo mediante un ejercicio de optimismo desmedido puede llegarse a la conclusión de que el desenlace de ayer de la crisis de los inmigrantes rescatados por un pesquero español frente a las costas de Malta deja a salvo la pretendida solidaridad entre los estados de la UE. Más bien parece lo contrario: la prolongación de las negociaciones de España con Malta --siete días-- y el reparto final de los inmigrantes pone de manifiesto la falta de cohesión política de la UE, no por conocida menos lamentable. Y la participación de un país no comunitario --Andorra-- y de la oficina de refugiados de la ONU no hace más que realzar la desconfianza endémica entre los socios europeos.

Si la Constitución europea hubiese entrado en vigor, a tenor de las obligaciones que establece para los estados en materia de cooperación humanitaria, la crisis se habría debido liquidar mucho antes. Lo cual confirma que la oposición de muchos estados a aprobar la Constitución persigue justamente bloquear la puesta en marcha de automatismos que impiden sacar partido a situaciones excepcionales, como sin duda lo es socorrer a 51 náufragos.

Más aún: el episodio de Malta permite dudar de la viabilidad de poner en pie en la UE una política común para la gestión de los flujos migratorios en el Mediterráneo. Existe un mecanismo para hacerlo, el de las cooperaciones reforzadas, y muy pocas ganas de recurrir a él.