Casi todos los tópicos tienen algo de realidad, y que las emociones son importantes en política es uno de los que más tiene. Se han escrito varias tesis doctorales sobre el tema y se podrían escribir muchas más, pero en la brevedad de estas líneas solo quiero acercarme modestamente a un aspecto: el que tiene que ver con la dificultad de la mayoría de la gente para desconectar emocionalmente de quien le decepciona.

En la vida en general, cuando uno pone en un proyecto una cantidad importante de trabajo, de dinero, de ilusión o un poco de todo eso, existe una resistencia psicológica muy poderosa a aceptar el fracaso. Algo parecido ocurre en política cuando se depositan todas las esperanzas en un proyecto o —¡qué gran error!— en una sola persona.

Sería deseable que quienes se dedican a la política tuvieran la psicología entrenada para superar esa rémora, pero si lograrlo en las personas especialmente implicadas en lo público ya es difícil, pedírselo hoy a la mayoría de la población es darse contra un muro.

Ese mecanismo psicológico que impide o retrasa mucho el reconocimiento de una decepción —que consciente o inconscientemente se procesa, total o parcialmente, como un fracaso personal— es un problema bastante serio, puesto que imposibilita de facto reconocer los problemas políticos existentes y, por tanto, poner soluciones lo antes posible.

A cierta edad, uno ya ha visto casi de todo. Ha visto cantantes de éxito de los que se hablaba como si su voz no fuera de este mundo que poco tiempo después estaban desahuciados del mercado. Ha visto intérpretes que rodaban diez películas al año y, sin saber muy bien por qué, dos años después no rodaban ninguna. Y, por supuesto, a cierta edad uno ya ha visto muchos políticos que parecían ser dios y en muy poco tiempo pasaron a no ser nadie.

Las masas son así. Viscerales, irracionales, excesivas, demasiado generosas en las alabanzas a los ganadores y cruelmente injustas en el ensañamiento con los perdedores. El tema está ampliamente estudiado desde hace muchos años por Gustave Le Bon, Sigmund Freud, José Ortega y Gasset o Elias Canetti, entre otros muchos.

Pero si la historia del ser humano es, entre otras cosas, la superación de nuestras limitaciones y debilidades, deberíamos hacer un esfuerzo para que este lastre emocional no se convierta en un peso muerto para el avance de nuestras sociedades. Tardar un año o dos en reconocer el fracaso de una decisión política puede ser un tiempo vital, y mucho más en el contexto político actual, en que dos meses en política son como un año de otras épocas.

Para encarar el convulso panorama político español, que nos asegura inestabilidad todavía durante algún tiempo, bien haríamos en asumir con rigor varios principios fundamentales que deberían regir una política sólida y seria. Primero, la política la hacen personas pero no en soledad, es decir, los proyectos políticos son siempre colectivos, y esa pluralidad jamás puede desaparecer bajo liderazgos mesiánicos incontestables.

Segundo, la política debe oxigenarse permanentemente. Quienes detentan poder no están tocados por los dioses, ni tienen más derecho que los demás a ocupar esas posiciones, ni merecen más oportunidades que otros trabajadores frente a sus fracasos.

Tercero, no pasa nada por equivocarse. Tenemos que desdramatizar los errores, las rectificaciones, los fracasos y las decepciones. Todo ello es de una cotidianidad abrumadora para cualquiera, pero parece que ante determinados asuntos se convierte en motivo de bloqueo e incapacidad para propiciar la catarsis necesaria. Los líderes se equivocan, las organizaciones políticas asumen inercias inadecuadas: no pasa nada. Lo único que pasa es que como ciudadanos tenemos que tomar decisiones ante ello, puesto que los problemas políticos nos atañen.

Si tenemos en cuenta estas tres cosas, le haremos un gran favor al bien común, regenerando el espacio público —esto es tarea de todos, no solo de los que mandan— y convirtiéndolo en un espacio de acciones colectivas y no excesivamente personalistas, en un ámbito fresco con ideas siempre renovadas y en una herramienta más de convivencia que de enfrentamiento, aunque haya discrepancia leal. La política es de todos: seamos responsables y consecuentes con ello.