Estudiando a biólogos, antropólogos y sociólogos, parece difícil llegar a una conclusión definitiva sobre si la estrategia más útil para la supervivencia de la raza humana ha sido la competitividad o la cooperación. La corrección política obliga a decir que lo segundo, pero el estudio riguroso de varias disciplinas empuja a reconocer que lo primero ha tenido un peso indiscutible.

Asumido que ambas actitudes forman parte insoslayable del ser humano, y que ambas han resultado determinantes para que nuestra especie siga poblando este planeta, muchos filósofos han tratado de comprender esta aparente contradicción, y aplicar los principios que de ella se derivan a la ética y la política.

Casi desde siempre, ha habido dos posturas enfrentadas en torno a qué es el ser humano desde este punto de vista. Quizá los dos modelos más logrados sean el del inglés Thomas Hobbes, que primaba la maldad intrínseca («el hombre es un lobo para el hombre») y el del suizo Jean-Jacques Rousseau, que pensaba lo contrario («el hombre es bueno por naturaleza»).

No casualmente, Rousseau es quizás el más primitivo introductor de las ideas socialistas, mientras que Hobbes es considerado uno de los fundadores del liberalismo político. Así las cosas, todas las tendencias políticas de los siglos XVIII, XIX y XX se han venido construyendo sobre un progresismo que quiere creer en las buenas intenciones y sobre un conservadurismo que no contempla la bondad humana.

Sin embargo, y como decía en el primer párrafo, las ciencias más exactas —a las que conviene acudir cuando las ciencias sociales tienen dudas o entran en contradicciones— no han sido capaces de determinar hasta el momento que alguna de las dos corrientes de pensamiento esté en posesión de la verdad absoluta. En mi opinión, este es uno de los elementos cruciales para el desarrollo político del futuro, y sería de gran ayuda que la ciencia política colaborara con otras ciencias en el mayor esclarecimiento posible de esta cuestión.

En las sociedades sencillas (poco tecnificadas, con poblaciones escasas, subdesarrolladas culturalmente y de estructuras políticas primitivas) este conflicto apenas si tendría excesiva incidencia. Sin embargo, la nueva sociedad es crecientemente compleja: al ser humano le cuesta adaptarse a la velocidad del desarrollo tecnológico que él mismo ha promovido, la sobrepoblación es un problema de difícil solución y los puntos de rozamiento entre los intereses de los diferentes grupos humanos tienden a ser cada vez mayores. Es decir, que va a ser absolutamente determinante dilucidar si las propuestas rousseauniana y hobbesiana pueden sostenerse por sí solas.

La realidad parece venir a demostrarnos que no. Las propuestas basadas en la idea de que el hombre se comportará correctamente suelen darse de bruces con una realidad plagada de comportamientos racionales e irracionales sustentados en el egoísmo y en una maldad en ocasiones inexplicable intelectualmente. Las propuestas basadas en la idea de que el hombre no piensa en el bien común sino solo en el suyo propio también suelen fracasar, ante multitud de reacciones populares que demuestran justo lo contrario.

Ideas hobbesianas como la cadena perpetua se enfrentan con la realidad de presos acusados de graves delitos que se han reinsertado sin problemas, e ideas rousseaunianas como las fronteras completamente abiertas a la inmigración deben contrastarse con las dificultades concretas que eso provoca en la convivencia cotidiana.

El principal problema que afrontamos no es tratar de realizar una síntesis de ambas formas de entender al ser humano —algo que ya ha tenido multitud de intentos más o menos exitosos— sino la de saber cuál es el punto exacto de equilibrio en la nueva sociedad en la que vivimos, tan diferente a todas las que el hombre ha conocido.

Si la derecha contemporánea tiene el reto de aceptar como dogmas una gran parte de los logros de la izquierda clásica, la izquierda moderna —aún en fase embrionaria— debe asumir esto que tanto dice uno de sus más grandes referentes actuales, el uruguayo Pepe Mujica: «La principal patología de la izquierda es confundir sus deseos con la realidad».