La muerte siempre es algo insospechado, pues únicamente se puede intuir, imaginar, reflexionar alrededor de ella, pero no se puede describir como experiencia en primera persona. A día de hoy, exceptuando aquellas explicaciones (permítanme que dudosas) de quienes han estado al borde de ella y dicen o cuentan que han regresado y tal vez por ello nunca se han ido y nunca han muerto, nadie nos la ha contado en primera persona. Esta ausencia de vida en la muerte es una de las cuestiones que más material ha proporcionado a la creatividad filosófica, literaria y artística. La muerte así se presenta de una manera negra, oscura, más que por gusto de cromatismo, por evidenciar su ausencia de conocimiento. Aún desconociendo la experiencia de la muerte debería ser suficiente con conocer y experimentar las consecuencias de la misma para los que quedan en este otro lado, para alejar toda tentativa, acción o procedimiento que pueda desencadenar en ella. El que más y el que menos, por desgracia, ha vivido esta experiencia que por indirecta es aún más directa, y que se mantiene flotando sobre nuestra vida con una respuesta tajante: es el dolor más intenso y nunca se expira. Si esta realidad es algo que todos conocemos, uno nunca podrá entender ni justificar ni razonar ni explicar ni mucho menos comprender, a quiénes y en nombre de qué se atreven a provocarla. Se considera que para ser capaz de matar a un individuo (además de muchas otras barbaridades) la mejor estrategia mental y social es dejar de considerarlo como tal, deshumanizarlo, alejarlo de su condición de ser humano. Pero, no nos engañemos, no es el que muere el que deja de ser humano sino el que mata o anima a ello el que nunca más será lo único que podría ser.