TAtunque agosto enfilará pronto la cuesta abajo, las ciudades duermen mientras tanto el sueño del verano, a un ritmo más lento del habitual que se hace cansino en pleno puente. Pero las constantes vitales del asfalto se mantienen como si, de un momento a otro, el tráfico volviera a rugir y las calles se llenaran de niños ilusionados por volver al colegio.

Entre tanta calma, a veces la vida de las ciudades deja al descubierto esas caras que permanecen en las aceras, aunque el sol abrase y los peatones parezcan muñecos a merced de otro semáforo. Y así, en aquella esquina sigue el tipo que pide limosna, el cuponero que ya volvió del pueblo porque toca currar y el barrendero que suda la gota gorda con los auriculares puestos.

No faltan ni la quiosquera ni la vendedora del pollo asado, tampoco quienes eligieron un día la calle como su mejor refugio. Y así, tantos otros con los que cruzarse en un desierto sería un ejercicio similar, si no fuera porque en estas épocas el pavimento calienta más. También debajo de aquel puente que cruzaba la carretera, donde vi a un hombre que se vestía cuando ya había amanecido. Para él daba igual que fuera o no verano. Quizá dentro de unos meses eche de menos la calidez del verano, pero dará igual. Este mes será uno más en su calendario. Andando por calles y avenidas vacías, miré hacia atrás y descubrí que estaba solo, que la ciudad me había abandonado. Caminaba con rumbo fijo, pero imaginé qué sería de mí si, al día siguiente, ese desierto continuara. Y así, tan vital, agosto me enseñó que la gente alimenta las calles como una bendición que aliviará pronto septiembre.