La mejor previsión posible se ha cumplido: quedar los primeros de grupo en la fase inicial del Mundial. Aun así, el país está de duelo, como si el equipo al completo hubiera enfermado de salmonelosis o se hubiera caído en un inmenso agujero negro. En algo coinciden casi todos los aficionados españoles: en el ánimo de convertir una buena noticia en pesimismo. No gusta Fernando Hierro, no gusta De Gea, no gusta el estado de forma de Ramos, Silva, Busquets, etcétera. E Iniesta, «Iniesta de mi vida», compagina la filigrana artística con la evasión carcelaria. No sabemos si «somos los mejores, bueno y qué» o si estamos a punto de hacer el ridículo.

Ya quisieran Egipto, Arabia Saudí, Costa Rica, Perú, Panamá, Chile y otras muchas selecciones estar en la piel de España: relamiéndose la amargura mientras preparan con ilusión el partido contra Rusia, a priori un equipo asequible.

O sea que en el fondo estamos mejor que queremos: quedar primeros de grupo pese al mal juego favorece la predisposición natural del español a la desilusión y a la euforia a partes iguales. Hemos aprendido a controlar el balón sobre el césped, pero no nuestros impulsos bipolares fuera de él. Y, por si fuera poco, la historia de nuestro equipo en los últimos años no ayuda a atemperar nuestros sentimientos: somos la selección que ganó los Mundiales en 2010, pero también la que se marchó a casa a primeras de cambio en la siguiente edición.

Y así las cosas, el aficionado desbarata el fantasma del fracaso como mejor sabe: haciendo mil y una alineaciones de tiralíneas sobre una servilleta de bar, disertando sobre lo divino y lo humano (¿qué otra cosa es el fútbol?), sin despeinarse. Ahora le toca a Fernando Hierro demostrar que sabe tanto del deporte rey como esos millones de entrenadores tabernarios y llevarnos en volandas a la final. Nuestro sufrido españolismo no soportaría un nuevo fracaso.

*Escritor.