THtay una desnudez en las ciudades que siempre que la contemplo me lleva irremisiblemente al desasosiego y a la fantasía, es la de los edificios derruidos que dejan a la intemperie las estancias que antes estuvieron arropadas por la vida.

Miro lo que fue una casa. La veo en los colores que quedan pegados en los muros de los edificios vecinos.

Así puedo vivir el juego y la risa de los niños: en los restos que quedan de azul en la pared desnuda.

También puedo llegar a sentir algún lejano perfume prendido en un espejo imaginado, un espejo sujeto a unos azulejos rosas linderos a un patio interior.

Queda, en una de las paredes, un paño de baldosas blancas, amarillentas, donde se escucha el chuc chuc de un cocido. Me huele a hierbabuena. Se dejan sentir las manos de la madre.

Adivino al aire, la galería desnuda de geranios, desnuda de la voz tranquila de la abuela, contando historias de familia, tejiendo una bufanda que no sabe si para Lucía, Hugo o Joana.

Al fondo, en lo que fuera un cuarto blanco, se transparenta la muerte.

Hay restos de un papel con enormes flores rojas que, seguro, muchas noches cobijaron las horas del amor.

*Periodista