TEtste es el periodo que más me gusta de todo el año. Parece que la gente ha pasado una hibernación y ahora aprovecha para lanzarse a la vida. En invierno una pasea por las calles y da un poco de miedo sentirse en soledad. Sales de una reunión o de la presentación de un libro, como quien participa en un acto clandestino, para darte cuenta de que la noche te ha caído encima con su rumor de pasos apagados. La gente se refugia en sus casas o en los centros comerciales de las afueras, dejando las calles cada vez más solitarias; pero llega la primavera y el mundo empieza de nuevo. Los días se vuelven largos, y en los carteles se anuncia todo tipo de actividades. Es la época de San Jorge, de las ferias del libro, la antesala del Womad, las jiras... Cada día hay un invento nuevo, cada semana un motivo para dejar el sillón orejero y la mesa camilla. Salen de su escondite las terrazas y hay que lucir el tipazo que se nos ha quedado después de tanto paseo, y si no se nos ha quedado, hay que comprar ropa que lo disimule. Las dos tareas son arduas.

Primero tienes que elegir qué tipo de paseante quieres ser, si de los urbanos que andan mientras saludan y queman cien gramos a la hora, o de los preparados, los que ascienden las cuestas pertrechados de bastones y botas aislantes, como si el centro fuera el Himalaya. Es duro ponerse el chándal para caber en algo, aunque más duro es buscar algo donde caber. Estallan los jardines en los ojos de los alérgicos, y lágrimas ácidas recorren el camino hacia la nariz atascada, pero qué importa. La ciudad se vuelve naranja en cada atardecer, y si no fuera por el trabajo, por las obligaciones, por el sueño, nos lanzaríamos a las torres, cerveza en mano, a conquistar la gloria de la juventud perdida.

Abril ha pasado con sus mañanas y sus cánticos, empieza mayo aún repleto de libros, flores y fiestas. Música en las avenidas, niñas de traje blanco, estudiantes que apuran sus últimas noches antes del encierro de junio. Qué bien cerrar los ojos y dejarse acunar por el rumor del agua, ajena en su curso a vanidades varias. El mundo sigue ahí cuando los abres, cada vez más enloquecido, más cruel, menos humano. La primavera no consigue apaciguar el estado de perplejidad constante, y junio llega enseguida con nuestros votos tirados por el suelo, pero antes de la ola de calor, después de la ola de frío que nos retirará a las cuevas, debemos celebrar esta tregua que nos concede el gran dios del cambio climático. Alabado sea.