Era del alba la hora -como escribiera Cervantes-, justo en el momento antes de que el gallo, ave canora, en el corral campesino, al humilde labrador, despierta, despertador, con su frenético trino. Era de Aurora su turno, cuando Venus vergonzoso guarda su fulgor hermoso y el cielo apaga Saturno. Era cuando por Levante apenas el sol asoma y hace mutis tras la loma Júpiter hiperbrillante. En fin, que era temprano, algo menos de las siete de un sábado diecisiete de agosto de este verano.

Y en esa hora imprecisa yo también fui despertado, como el labrador mentado, por un grajo en la cornisa (muy cerca de la ventana de mi humilde dormitorio). Aquel graznido irrisorio con que inicié la mañana fue malsana cantinela, un motete monitorio, un aviso, un responsorio que por el aire se cuela.

Tras la ducha de rigor, me preparé el desayuno y me pareció oportuno prender el televisor. ¡Nunca hiciera tal dislate! Como el pastor aterrado ve infeliz que su ganado huye del feroz embate de una manada de lobos, así me encontré yo mismo mirando ¡qué cataclismo! ese engendro para bobos. Pues lo que aquella pantalla ante mi vista ofrecía muy poco se distinguía de la lobuna canalla. Quien no robaba, mataba a su mujer con violencia. Con excesiva estridencia un locutor informaba que el gobierno gobernaba pero de forma interina y que, por pura rutina, ningún pacto se lograba.

Y explosiones y atentados, y guerras en medio mundo fruto de un odio profundo, y rencores resucitados. Y para colmo de males los programas de basura tan escasos de frescura como impregnados de sales.

Aquello juzgué excesivo para aguantar tan temprano y con diligente mano desconecté, compulsivo, el engendro y su pantalla. Y viví desconectado un trimestre mal contado pues ya la memoria falla.

Pero el azar ha querido, que en estas fiestas presentes oyera, algo estridentes, las voces, que de corrido, cantan los niños del Gordo. Musité en mi intimidad: «Si estamos en Navidad, no hay que empeñarse en ser sordo.» Y sin pensar lo que hacía (y comprobar si llevaba el número que cantaban en la tele que se oía desde el pisito de al lado), encendí el engendro vil. ¡Y oh cielos! Diez veces mil hubiera aquello pensado, pues del ingenio moderno, como fantasmas vivientes, como lúgubres sufrientes escapados de un infierno, surgieron en su pantalla las mismas tristes noticias o cuentos, como el de Alicia, o sucesos de morralla. El gobierno en sinecura, como interino sin plaza, andaba presto a la caza de socios de investidura. «Si tú me das treinta votos, te ofrezco tres ministerios, cuatro cargos y un salterio para cantar tus devotos. Si te abstienes, continente, cuenta que en breves semanas tendrás las urnas tempranas del referéndum urgente». Y la amalgama crecía con socios hiperdiversos, un tercio porque creía, los otros eran conversos a la fe secesionista. Solo faltaba al final encontrar un general de alguna guerra carlista. Y nadie, ¡pardiéz! dijera que era España su objetivo. El primero, por altivo, el otro por peteneras, aquel porque sus maneras eran de rufo tonillo, y todos porque sin brillo, mas con música rapera, cantaban por Navidades un sonsonete manido, elemental, repetido y con escasas verdades.

No quise escuchar más trinos. De nuevo como en verano, apagué el televisor, y desde entonces camino, oigo discos de Mecano y vivo mucho mejor. H*Catedrático de instituto jubilado.