Se nos mueren los pueblos. Si nadie lo remedia, en unos años, nos quedaremos sin esas patrias chicas en las que a nadie le da por quemar banderas. Esos remansos de paz, en los que la quietud no produce zozobra, van camino de quedarse sordos para siempre. Ya hay muchos en los que las risas, los sollozos, o el trasteo de la chavalería, se apagaron.

En ellos, siguen latiendo almas provectas. Y no hay que desatenderlas, porque conforman los sólidos cimientos sobre los que se reconstruyó esta nación, la memoria sentimental de nuestras familias, la raíz sin la que el tronco se tambalea. Pero sin niños, no hay futuro. Porque la ley natural se acaba llevando a los más mayores, y, para que perdure la vida, es indispensable el relevo.

Vivimos tan acelerados que no nos detenemos a contemplar esta trágica realidad. Hay provincias que se están quedando raquíticas, y que solo se mantienen en pie por la pujanza de las capitales, hacia las que acaba fluyendo la savia nueva.

Está claro que, los que abandonan los pueblos, lo hacen porque allí ven el futuro color de hormiga, porque quieren trabajar y ofrecer a sus descendientes un terreno, lleno de oportunidades, para crecer.

Pero la vida en los pueblos no sería tan difícil si el ciclo se invirtiese. Y lo cierto es que, en el plano de la salud física y psíquica, un pueblo viene a ser algo así como un balneario para cuerpo y alma.

Una falsa evolución nos ha llevado a preferir la comida rápida a un buen puchero. A comprar de todo, y en todo tiempo. Pero, ¿nos hemos planteado a cambio de qué? ¿Cuánta química tiene lo que nos llevamos a la boca? ¿Cuánta adición y adulteración hay en esos productos a contratiempo? Lo pienso y lo tengo claro: ¡nada como un huerto con frutas y hortalizas de temporada! E igual que con eso, con todo.

Porque, además, vivir en un pueblo, hoy, no te condena al aislamiento. Internet permite acceder al mundo entero desde la aldea más diminuta. Y las vías de comunicación actuales son más que aceptables, por lo que, en un periodo de tiempo razonable, cualquiera puede zambullirse en los placeres modernos de la ciudad, y luego volver a ese territorio salutífero que es el de los pequeños núcleos de población.

Hay gente que está retornando a los pueblos, y apostando por un tipo de vida diferente. Si la tendencia se consolidase, a todos acabaría yéndonos mucho mejor.