WSwigue la confusión sobre la amplitud y el significado de la revuelta en Uzbekistán, pero no cabe duda de que lo ocurrido planea sobre la estabilidad de la más poblada de las repúblicas exsoviéticas de Asia central, plaza fuerte del islamismo radical, pero aliada de Estados Unidos en la guerra contra el terrorismo. El régimen de Islam Karimov, superviviente del socialismo real, responde al paradigma del despotismo asiático, mezcla de sovietismo y tribalismo, que perpetúa la miseria, la corrupción y la represión. La cesión de una base a Estados Unidos para la guerra de Afganistán en el 2001 y la aversión rusa al radicalismo islamista emparentado con la guerrilla de Chechenia explican la supervivencia del dictador.

Europa ha denunciado el régimen de Uzbekistán, pero Moscú y Pekín callan, y Washington protege al déspota ante la osadía de un integrismo islamista en una región de alto valor estratégico y económico. La violencia uzbeca estalló, además, mientras en Afganistán se extendían las mayores protestas antinorteamericanas desde la caída de los talibanes en el 2001. Por eso Uzbekistán no figura entre los países a los que Bush y Rice pretenden incluir en su cruzada contra la tiranía.