La posibilidad matemática de que democristianos y socialdemócratas reediten la gran coalición que ha gobernado Austria durante los últimos 18 meses, y por cuyo éxito ha empeñado sus esfuerzos el socialdemócrata Werner Faymann, no mengua las dimensiones del batacazo de ambos partidos y de la victoria de las dos fuerzas de extrema derecha, que han sumado el 28,99% de los votos en las elecciones del domingo. El descontento de las clases medias ha castigado a los partidos que durante la posguerra pilotaron la regeneración del país, pero que, desaparecidos los dirigentes de referencia, han mutado en máquinas electorales con un arraigo social cada vez menor.

Para quienes pensaban que el antecedente del 2000 movería a reflexión al electorado más conservador, porque entonces la UE sometió a estricta vigilancia el comportamiento del Gobierno de coalición que formaron los democristianos y los ultras de Jörg Haider, el resultado del domingo entraña no pocas preocupaciones. La primera, el desapego de muchos austriacos por el futuro de Europa; la segunda, la preferencia de una parte cada vez mayor de la opinión pública por soluciones ideológicamente inquietantes, a despecho de la tragedia colectiva que desencadenaron los nacionalismos rampantes de los años 30. El fenómeno no es solo austriaco --la victoria de Berlusconi está en esta honda-- y amenaza con extenderse a otros países, debilitar a Europa, alentar las bajas pasiones y alimentar el debate identitario por encima del compromiso con los derechos humanos.