Nunca he querido conocer los detalles de la desgracia. A veces basta un titular o una breve conversación para sumergirte en el horror más profundo. Y para reaccionar, que es lo único importante. Lo otro es pura coprofagia. Aborrezco a ese tipo de personas que escarban, hurgan y meten las manos hasta el fondo para averiguar los detalles de la abyección. Como vampiros o parásitos necesitan la dosis diaria de inmundicia para sentirse a salvo.

Depredadores de malas noticias, husmean en la miseria ajena como si fuera material narrativo. Son lectores insaciables. No les basta un planteamiento, un nudo y un desenlace, sobre todo si este es feliz. Quieren más, siempre quieren más. Fagocitadores de desgracias, se quedan con hambre si solo les sirven un reportaje. Buscan programas o ediciones especiales, seguimientos exhaustivos, enviados de las cadenas al epicentro de la noticia.

Quieren el micrófono en los labios de los afectados, llantos de padres (los de madre valen menos) e imágenes, muchas imágenes. Valoran más las de las víctimas antes de la tragedia, cuanto más sonrientes mejor, ignorantes de lo que se les viene encima.

Detalles. Quieren detalles. La muñeca que dejó la niña perdida, el anillo de compromiso que no llegó a ponerse la mujer asesinada, el libro que estaba leyendo el hombre que nunca volvió. Ahora deben de estar babeando con las tres jóvenes estadounidenses que han pasado diez años encerradas; pero este dato no les basta. Necesitan ver las cadenas, la piscina hinchable, conocer los detalles de cada violación. Detalles. Inmundicias. Alimento de aquellos para los que el horror nunca es suficiente.