El escaso entusiasmo despertado por la celebración del Día de Europa (salvemos el acto de Yuste) sugiere algunas reflexiones. Cada vez está más claro que en la construcción europea prima una estrategia funcionalista frente a una concepción constitucionalista o de preocupación por los derechos de los ciudadanos. Los líderes prefieren una mera asociación de Estados a una organización política de tipo confederal, que limitaría la soberanía de los países miembros. Tienen razón los que dicen que Europa es una mera comunidad de estabilidad presupuestaria donde priman los objetivos económicos y se postergan cometidos más importantes.

La falta de políticas sociales está produciendo desafección a la idea de Europa. En el Reino Unido el Brexit cuenta cada día con más adeptos, y los eurófobos, xenófobos y euroescépticos están en ascenso porque se aprovechan del fracaso de las políticas europeas.

Parece que el acontecimiento más destacado en Europa en la próxima década será su declive económico. Europa no es consciente de hasta qué punto se está volviendo irrelevante para el resto del mundo. El raquítico crecimiento económico, la insustancial política exterior y su burocracia política (el caso de los refugiados es un ejemplo) están llevando a muchos europeos a la pérdida de confianza en los políticos, en el euro y en la UE. Europa despega cuando hay líderes que impulsan la unión, y se estanca cuando caemos en manos de mediocres que, ante la falta de ideas, se pliegan a los dictados de los tecnócratas.

No obstante, hay que reconocer que hasta ahora el resultado de la Unión es positivo en agricultura, moneda única o infraestructuras, y se han producido interesantes avances en materia de unidad de mercado y protección de los consumidores. Pero, si de verdad queremos una Europa próspera, debe mejorarse la capacidad de sus órganos de decisión y hacer que el Parlamento sea plenamente legislativo. El futuro por el que hemos de apostar es una Europa de corte confederal (el Estado-nación responde a una idea medieval en vías de superación). La europeidad, que durante muchos años se ha tenido como un afán de los europeos, ha perdido hoy el poder de impulsar un proyecto común. De cara a un futuro, el escenario más previsible será la construcción de una Europa ciertamente diferente. Quizá haya que ir a una Unión Europea de dos velocidades, donde algunos países tendrán que salir y otros caminarán hacia una unión política, fiscal y económica más firme, pero con un alcance necesariamente más social.