XLxa Bestia aparenta dormir. Sólo lo aparenta, porque los ronquidos que salen de su maldita alma son miradas de venganza maquilladas de azufre. La Bestia, como mucho, se aletarga, porque su propia esencia no le permite un sueño profundo si de antemano el aire no le trae una brisa de muerte y un olor de alaridos. El 11-M La Bestia salió de los infiernos con la misma urgencia con la que su dios y diablo le apremió para el cometido. Dispuesta a no desaprovechar la oportunidad del viaje, primero se disfrazó de guiri, que por eso Madrid es el rompeolas de las Españas, y entre sus intrincados laberintos, cualquier tipo de piel, acento o idioma pasan inadvertidos, porque caben todos. La Bestia disfrutó de Madrid antes de que la hora del festín tuviera día y momento. Paseó por la Gran Vía. Tomó cañas en Chueca y comprobó horrorizada cómo hombres con hombres, mujeres con mujeres se daban la lengua para conjurar un amor entre iguales. Visitó el Prado y casi lloró de gusto y emoción con las pinturas negras de Goya y sus desastres de la guerra. Pero nada comparados con el cuadro que casi le hace levitar: el Guernica. Paseó por calles y avenidas riéndose en su alma de las prisas de tanta gente, sabiendo que algunos de ellos no llegarían a ninguna parte. Bajó La Bestia al Metro y a las estaciones y creyó ver una tumba inmensa para una inmensidad de muertos que, sin duda, merecían el sacrificio. Si a estos cabrones les importaba una mierda los muertos de los suyos, a ella le importaba un higo los muertos que vendrían. Casi no tiene hambre La Bestia, por la excitación y el odio y sólo le entra en el estómago oraciones del Corán que hablen de infieles y de venganzas. Pide a su dios y diablo, entre plegarias y salmos, que llegue la hora del ajuste sangriento para la que fue elegida. Y llegó.

La mañana no presagiaba nada que no fuera la rutina de siempre con la modorra de todos los días. Trenes atestados de sueño y pereza para una jornada de curro y estudio. La gente se mira sin verse aprovechando la última cabezada para tan largo día. Sólo La Bestia sabe que la cabezada para muchos será eterna, como eterno es su odio. A un estruendo y a otro y otro, el infierno baja a los vagones para condenar a tanto impío y pecador como hay por aquí. Babea La Bestia mientras las cabezas huyen de sus cuerpos y niños enemigos se doran al fuego purificador. Ríe loca mientras observa la huida sin sentido de los miserables, que más pareciesen ratas asustadas que hombres y mujeres creados a imagen de su falso dios. Se empapa, por todos los poros de su cuerpo, del olor seboso de la carne quemada, y comprueba con satisfacción que le ha vuelto el apetito, mientras mira con gula piernas, brazos, extremidades que se explayan por vías y andenes. Baila al son de miles de sirenas locas, que tocan el ritmo trepidante de una letanía loca. Se acuerda La Bestia del cuadro de Picasso y se descojona satisfecha al comparar su soberbio horror y la mariconada que pintó el artista malagueño. Se siente exhausta, a la vez que satisfecha por el trabajo bien hecho. Pasea su indiferencia entre los alaridos de tanto miserable. Lo único que no puede soportar son las cancioncitas de los móviles de los muertos. La jaqueca de tanto run-run le pone nerviosa. La Bestia mira a los cielos para ver si hay alguna señal de su dios y diablo que le permita interpretar la alegría de éste. Pero el cielo sigue igual y La Bestia comprende que la divinidad es muy suya para mostrar contento, aunque no enojos. Cada cual a lo suyo y cada uno en su sitio. Todavía es muy de mañana --piensa La Bestia -- para perder tan grata jornada. Harta y cabreada por tanto griterío y follón, decide dedicar la mañana a las compras. Se pierde por el barrio de Salamanca decidida a llevarse unos trapitos y unos detalles para el recuerdo.

*Autor teatral