En su libro ‘El realismo español. Ensayo sobre la manera de ser de los españoles (1943)’, el escritor exiliado Arturo Serrano Plaja hablaba de «Extremadura, la tierra de la miseria y la patria de los conquistadores, la quijotesca región callada y humilde y la de las últimas epopeyas en la guerra civil», presentándola como la tierra por antonomasia de la España popular que resistió, antes que ningún otro país en Europa, el asalto del fascismo organizado de cuatro países. No por nada Extremadura aparece en la novela ‘La esperanza’, de André Malraux, y por el «frente olvidado» (así lo llama José Hinojosa Durán en su magnífico libro) pasaron desde Miguel Hernández al pintor mexicano David Alfaro Siqueiros o el escritor alemán Alfred Kantorowicz.

Se cumplen cuarenta años de la aparición de Extremadura saqueada. Recursos naturales y autonomía regional (1978), libro publicado por Ruedo Ibérico, la gran editorial de la oposición antifranquista, que aún sobrevivió algunos años en la Transición. Mientras en Extremadura se ha olvidado ese libro colectivo, que marcó una época de reivindicaciones autonómicas centradas en la protesta contra la central nuclear de Valdecaballeros, en el espacio cultural Matadero de Madrid se organizaba un debate sobre la vigencia de algunas de sus afirmaciones, casi medio siglo más tarde, a la vez que un homenaje a los autores que participaron en el libro.

Resulta curioso cómo algunos siguen dejando que les pongan etiquetas y hasta se las creen. Recuerdo cuando, al iniciar mi año como lector en la República Checa, pregunté si conocían la región de Extremadura. Una estudiante dijo que sí, que le sonaba como «la región más pobre» de España. La «tierra de la miseria», otra vez. Yo la rebatí, diciendo que ya no era una región pobre y el nivel de vida era igual o mayor que en su país. Pero muchas veces la actitud es la contraria: un victimismo llorón por lo que no tenemos, como grandes aeropuertos o trenes de alta velocidad, propios de núcleos turísticos o industrializados. La paradoja es que, cuando aparecen proyectos de alcance, suscitan más oposición que otra cosa, desde Villafranca a Cáceres o Valdecañas. Este verano El País publicó un reportaje sobre las maravillas de la comarca de la Siberia extremeña y sus posibilidades turísticas. Cuando pasé a leer los comentarios, me quedé atónito al comprobar cómo muchos declaraban que allí «se vive muy bien sin turistas» y que no querían que se convirtiera en «un estercolero como Murcia o Valencia».

Quienes se fueron de Extremadura han visto luego las ventajas de residir en un entorno de dimensiones cómodas y con los precios más baratos de España. Amigos en Madrid que viven en pisos minúsculos por los que pagan más del doble de alquiler, sin poder permitirse encender la calefacción ni el aire acondicionado, por no hablar de irse de vacaciones salvo al pueblo. Aquí, desde luego, viven bastante bien quienes han podido colocarse en el sector público, no por nada es la región de los opositores. El reto es crear un entramado más sólido de actividad productiva que no precise del continuo abono público. En otros lugares, el turismo y la industria no son incompatibles con la naturaleza. Extremadura es una región única en Europa y, a partir de esa unicidad, es posible una prosperidad mayor, con iniciativa y sin esperarlo todo de los demás.