Internet es una ventana al mundo, decimos. Y nos quedamos tan anchos, como si el mundo fuera un paisaje apetecible, y el ordenador, una habitación con vistas. Si mi pantalla fuera un hotel de cuatro estrellas, elegiría el patio interior, más recogido, o incluso la puerta de entrada, tan ruidosa. No querría abrir el balcón y encontrarme de frente con Donald Trump, pontificando sobre la mujer y otras fruslerías, mientras se atusa el tupé, encantando de haberse conocido. Tampoco querría conocer a sus votantes, que son muchos. Ni toparme con alguno de los juicios sobre corrupción que aún quedan sueltos por España, gomina incluida, y mucho menos que me diesen lecciones en Powerpoint, de lo que sea, de saber perder o ganar o estafar al estado o saber irse sin puertas giratorias, algo nunca aprendido. O que en lugar de un atardecer sobre el mar me golpeara la vista de una niña de ocho años atacada en el patio de su colegio. Y la de otro niño vilipendiado en las cloacas por sus aficiones taurinas. O que me salpicara el reguero de refugiados que atraviesa Europa, o los miles de ahogados que conforman el estrato de nuestra vergüenza. Decimos que internet es una ventana y colocamos ante ella a nuestros hijos, sin protección alguna. Y nos colocamos nosotros, como si en lugar de fetidez inmunda fuéramos a respirar aire puro. Buscamos alojamiento, leemos poemas, periódicos, cuentos breves. Intercambiamos correos, accedemos a todo en un instante, pero sin darnos cuenta, el horizonte se nos va conformando de negrura. Abrir los postigos es acceder a un mundo que no quisiéramos tener delante. Y además hace frío, sobre todo en esos resquicios que aprovechan las mentes enfermas para vomitar su ira. A veces, para ventilar un poco, hay que cerrar las ventanas y bajar a la calle. A lo mejor así, dejamos de estar ciegos y aprendemos a ver, mira por dónde.