La Diada, la cita política más importante que se produce en Cataluña, se celebró ayer con dos características que, no siendo nuevas, reflejan el dramatismo de la situación actual. De una parte, el ámbito independentista (partidos y organizaciones sociales) y las instituciones emanadas del Estatut (Govern y Parlament) desarrollaron una jornada destinada a poner sobre la mesa el apoyo popular a sus pretensiones, olvidándose por completo de la otra mitad de Cataluña, la que aspira sin más a seguir siendo España dentro de un marco de descentralización que ya recoge la actual Constitución. De otra, los secesionistas exhibieron una vez más el poderío de la capacidad de movilización y articulación de sus partidarios.

Ambos factores complementan un cuadro sombrío porque parece claro que el conflicto en marcha no se va a poder resolver neutralizando mediante el diálogo el unilateralismo de los soberanistas. No al menos mientras sigan presos o en el exilio algunos de sus líderes. Pero, por otro lado, parece improbable que los catalanes constitucionalistas o unionistas consigan dar la vuelta a los resultados electorales que una y otra vez ponen el legislativo y ejecutivo autónomos en manos de sus adversarios. Encontrar una solución pactada resulta a estas alturas extremadamente difícil. Pero es el único camino razonable y democrático.