WLw ejos de entrañar alguna esperanza inmediata para solucionar la situación en el Sáhara Occidental, las conversaciones directas de dos días entre una delegación marroquí y otra del Frente Polisario, las primeras en una década, no pasan de ser el cumplimiento formal de la resolución 1754 del Consejo de Seguridad. Y aunque prevalece la sensación de que el contacto se ha producido porque ninguna de las partes quiere pechar con el coste de la mala imagen asociada al incumplimiento de una resolución, acaso sea la ocasión postrera para rescatar de la manipulación y el olvido a los 160.000 refugiados de los campos de Tinduf (Argelia). La historia ha demostrado que ni siquiera los planes más elaborados, de los que el de James Baker fue el último, han vencido la oposición marroquí a discutir la soberanía en la excolonia. En todas las ocasiones en las que ha asomado la palabra autodeterminación, la monarquía alauí ha contado con el apoyo de EEUU y Francia para dejar en nada la posibilidad de una consulta. Durante los últimos años, España también se ha distanciado de las propuestas polisarias, obligada a mantener un delicado equilibrio entre Argelia, nuestro primer proveedor de gas, y Marruecos, nuestro vecino en Ceuta y en Melilla y socio irremplazable en el control de los flujos migratorios. De eso a imaginar que España solo puede aspirar al papel de espectadora, media un abismo. Nuestra diplomacia cuenta con la influencia y la experiencia suficientes para promover una solución que incluya alguna forma de soberanía saharaui atenuada --un régimen autonómico-- que desatasque más de 30 años de conflicto. Pero pensar que se puede ir más allá es faltar al realismo.