TNti siquiera en su afición común al fútbol, Zapatero y Rajoy pueden encontrar razones para mitigar sus antagonismos. A uno, seguidor culé, y al otro, aficionado blanco, me los imagino a estas horas, como a millones de españoles, lamiéndose las heridas o saboreando las mieles del triunfo según corresponda. Así estarán ambos dentro de nueve meses, cuando los españoles seamos llamados a las urnas. Nueve meses... justo lo que dura una Liga.

La de este año ha sido atípica. Descontados los primeros meses, en los que el Barcelona parecía pasearse ante rivales con el cuello descoyuntado de tanto mirar arriba, cuentan los que entienden que la competición entre los dos grandes se ha desenvuelto más en el territorio de la mediocridad que en el de la excelencia, que la victoria definitiva se ha decantado más por los errores del contrario que por las virtudes propias, que ha ganado quien mejor ha sabido soportar la presión en los momentos clave después de desperezarse y acelerar en el momento oportuno. Si la metáfora futbolística sirve de algo, ambos políticos estarán tomando nota en sus respectivas pizarras.

El Madrid ha puesto fin a una travesía por el desierto que ha durado justo cuatro años y que inexplicablemente comenzó después de tocar la gloria con su novena Copa de Europa. A Rajoy no le costará encontrar paralelismos ni dudaría en firmar un desenlace como el del pasado domingo. El Barcelona, por su parte, ha demostrado una extraordinaria pericia para dilapidar sueños. Y supongo que Zapatero estará pasando a limpio las claves del despropósito para aprender de la experiencia.

Nos esperan nueve meses intensos. Visto lo visto, no faltará el juego marrullero ni el preciosismo improductivo. Los forofos ya están con las banderas y las bocinas a punto. Pero, a diferencia del fútbol, la victoria en la carrera política no la marcan los incondicionales: esos estarán siempre, aunque se dejen el sueldo en taquilla para acordarse después de tus muertos según vaya la cosa.