Filólogo

Cada primavera se celebra en nuestras ciudades el Día y la Feria del Libro. Parece ésta una estación propicia para la manifestación, para salir a la calle. Los libros, como le ocurre a las personas, salen para reivindicar su propia historia, reafirmar su existencia y postularse. El suyo ha sido también un pasado difícil: siempre se cuestionó su utilidad y aun hoy no sabemos a ciencia cierta qué causa o encausa el libro en el lector y la influencia de la lectura en las personas.

Sobre sus espaldas arrastran la noche oscura de la censura, el celo perturbador de las dictaduras alertadas de que con los libros la gente descubriera su conciencia de ciudadano, y la cautela amantísima de la santa madre iglesia que velaba por la moralidad de sus ovejas y la salvación de sus almas aconsejando a los fieles que leyesen los labios de sus pastores mejor que los libros. Leer corrompía las costumbres y ni siquiera la Biblia estaba permitida leerla si no iba con los comentarios aprobados por la jerarquía eclesiástica.

Los buenos lectores no son precisamente gente a la que pueda enseñarse costumbres de manera fácil. Cuando leer hace pensar, hace también a la gente más libre y más rebelde, principios que conocían muy bien aquellos iluminados que decidieron alumbrar a la humanidad con el fuego de las piras de libros peligrosos para seguir relegando el ser humano a la condición de semoviente.

Hasta hace bien poco estaba en vigor el Indice de Libros Prohibidos: Descartes, Flaubert, Balzac o Alejandro Dumas eran considerados escritores que ponían en peligro la sociedad, lo que prueba que la evolución ha sido difícil y lenta y que los enemigos del libro han sido de cuidado y cercanos.

Pero hay que combatirlos, precisamente con libros y autores que hablen por sí mismos y con lectores rebeldes mejor que con súbditos adoctrinados: cada primavera hay que salir a la calle con la misma consigna: "Más libros, más libres".