THtay un extraño virus en la democracia española que permite conductas impensables en cualquier sociedad desarrollada. La más reiterada es el cinismo, la capacidad de decir una cosa y la contraria. Lo notable es que estas actitudes se reciben sin reproche, y quienes las practican no pierden su influencia. El último en descabalgarse de sus propias convicciones ha sido Gabriel Elorriaga . Nada menos que el director de campaña del PP en las últimas elecciones. Aquel de la magnífica confesión al Financial Times de que su esperanza y su estrategia consistían en desmovilizar a los votantes socialistas porque sabía que no podía conseguir suficientes votos para ganar. Ahora, Elorriaga, desconocedor de sus propias limitaciones y responsabilidades, ha desempeñado el papel que se le ha señalado en la operación de derribo de Rajoy : no lo ve como líder, pero tampoco desvela su candidato. Seguimos sin conocer al tapado de esta historia. De la misma forma observamos que el director de El Mundo --que, en un gesto inusual en los periódicos españoles, pedía el voto para Rajoy-- ahora es partidario de su linchamiento. Muchos de los que aplaudían a Rajoy con la orejas hasta hace cuatro días ahora lo denuestan en cada oportunidad. Las críticas, además, están escalonadas en un plan dibujado desde las sombras. El espectáculo de la manifestación televisada ante la sede del partido llevó la crisis del PP a parámetros de sainete. Los radicales del PP no se fían de Rajoy para defender la unidad de España. Pero ¿quién los envió a hacer el ridículo? Nadie se responsabiliza de la patochada en una estrategia que sigue siendo fantasma. La tragedia del PP no es su estado de crisis, sino la incapacidad de conducirla por los caminos democráticos, donde todas las alternativas tendrían espacio, transformando la energía negativa de desgaste de Rajoy en vectores de entusiasmo por otro candidato. Tal vez todo esté condicionado por esa afición de muchos dirigentes por decir una cosa y la contraria.