Las dietas engordan. Estas tres palabras resumen la conclusión a la que ha llegado la doctora en Neurociencia Sandra Aamodt . Su tajante afirmación no resulta ajena a quienes, tras años de duras dietas, acaban sufriendo sus efectos yoyó. El culpable de este inconveniente no es otro que el hipotálamo, encargado de defender nuestro organismo de las restricciones alimenticias a las que lo sometemos. Fiel guardián cerebral, el hipotálamo ralentiza el metabolismo para evitar justo lo que se pretende: perder peso.

Sandra Aamodt , exredactora jefe de la revista Nature Neuroscience, está a punto de publicar un libro sobre el tema; por lo que he leído, compagina la dura realidad (el hipotálamo es un enemigo difícil de batir) con la estimulación psicológica ("estar gordo no implica un fracaso de voluntad"). Pese a estos guiños de psicología positiva, creo que conocer estos datos va a enturbiar aún más el ánimo de quienes padecen sobrepeso. Es cierto que antes uno sufría los latigazos de la conciencia ("estoy fracasando por culpa de mi deficiente fuerza de voluntad"), pero al menos la persona con sobrepeso podía afanarse en sacar fuerzas de flaqueza y redoblar esa voluntad. Pero si la culpa no es nuestra, sino del hipotálamo, del que tan poco sabemos los pobres mortales, ¿cómo podremos hacer realidad nuestros deseos?

Se confirma que el ser humano --estas conclusiones son mías, no de la eminente doctora-- tiende a sobrevalorar ese presunto realizador de ilusiones que es el libre albedrío. La ética protestante del trabajo según la cual el dominio de la voluntad y el esfuerzo atraen al éxito y conducen al individuo hacia la salvación es una utopía. Nuestros enemigos, pese a todo, salen invictos. La hipoteca, la calvicie, el sobrepeso, el insomnio o la frustración nos acechan con uñas y dientes. Siempre hay un hipotálamo de turno dispuesto a convertir nuestros deseos en papel mojado.