El 8 de octubre de 2012 inauguré este espacio llamado ‘Nueva sociedad, nueva política’ con el artículo titulado ‘Una gobernanza vieja para un mundo nuevo’. A lo largo de más de trescientos artículos hemos acompañado la ilusión ciudadana por una manera distinta de hacer política, la convulsión permanente de un sistema político notablemente transformado y la frustración generalizada por el hecho de no ver cambios reales ni luz al final del túnel. Es el momento de pararse a reflexionar sobre lo que han sido estos diez años.

La nueva política, en sentido amplio, comenzó el 15 de septiembre de 2008, cuando quebró el gigante de los servicios financieros Lehman Brothers. Poco después, grupos atomizados de personas —casi todas progresistas— comenzamos a utilizar la idea de «nueva política» y a intentar que calara en la ciudadanía. Nunca habríamos soñado con que fueran tan rápidos los importantes cambios que se empezaron a producir desde el 15-M.

Desde que se intenta generar una realidad donde no existe hasta que salta a la opinión pública suele pasar mucho más tiempo del que transcurrió entre 2008 y 2011. En 2008 las instituciones de casi todo el mundo todavía trataban de encubrir la gravedad de los cambios sociales en curso, a lo largo de 2010 la ciudadanía comenzó a percibir con crudeza sus consecuencias, en 2011 nacieron los movimientos subversivos contra el sistema (en España el 15-M) y las organizaciones políticas tradicionales todavía se resistieron como gato panza arriba a reconocer la inevitabilidad de los cambios hasta 2014, cuando el sistema político español saltó por los aires y la idea de «nueva política» colonizó ya todos los medios de comunicación de masas.

Se había conseguido que la «nueva política», una realidad inexistente y negada en 2008 (aunque real en las corrientes sociales subyacentes), fuera tendencia arrolladora en 2014. Pero, ¿qué más se ha conseguido después? ¿Para qué queríamos esa «nueva política»? ¿Lo que hay ahora es «nueva política»?

La realidad a día de hoy es que los graves problemas económicos para la ciudadanía, solo muy ligeramente atenuados, continúan atenazando su futuro. La realidad es que las transformaciones en las organizaciones políticas tendentes a una mayor apertura y participación han tenido unos efectos más aparentes que reales, y en algunos casos contraproducentes. La realidad es que la inestabilidad política de todo el sistema es mayor que antes y que la democracia, globalmente, está más cuestionada. Y es que quizá todos los que hablábamos de nueva política antes de 2011 cometimos el error de no advertir que «nueva» debía significar «mejor», dando por hecho ingenuamente lo que nunca se debe dar por hecho.

No se trata de realizar una enmienda a la totalidad de las transformaciones de estos años, que han tenido efectos muy positivos en distintos ámbitos. Se trata de hacer balance, corregir errores y poner nuevos objetivos.

La ciudadanía debe hacer autocrítica sobre por qué se movilizó con aquella intensidad el 15-M y por qué se ha desmovilizado tanto a pesar de los logros tan exiguos. Los partidos políticos deben preguntarse por qué a pesar de los grandes traumas experimentados y los aparentes cambios ejercidos, sus pesadas maquinarias no han sido capaces de producir líderes mejor valorados por la ciudadanía y cambios que generen ilusión. Los sindicatos clásicos deben dar señales de vida algún día ante el permanente ataque a los derechos de los trabajadores.

El hecho es que la nueva sociedad se ha consolidado —con matices— en estos diez años generacionalmente, emocionalmente e ideológicamente, mientras que la tímida «nueva» política es solo, por el momento, una pátina estética que esconde bajo la pintura la política de siempre: oligopólica, clientelar, temerosa o connivente ante los poderes económicos, más pendiente de los resultados electorales (corto plazo) que de los cambios sociales (largo plazo) y más dependiente que antes de los liderazgos cesaristas.

A este balance corresponde una propuesta de mejora que vendrá en el artículo de la semana que viene pero que, adelanto, bascula sobre esta idea: solo una mezcla de consensos sociales amplios y defensa radical de ideologías nítidas nos permitirá avanzar. Difícil, pero imprescindible.