XLxas calles de París, las piedras de París, el cielo de París, la memoria entera de una ciudad y de una nación, si hubiera justicia divina, se estremecerían de espanto con el homenaje de la semana pasada a los españoles que contribuyeron a liberar a Francia del yugo nazi. Muchos huesos españoles enterrados por aquellas tierras se habrán removido de asco en medio de un festejo que, como suele ser usual entre la clase política, llega tarde y mal. Está bien lo de ser agradecidos, pero han pasado demasiados años, demasiado dolor, demasiadas ausencias. Para ponernos en situación hay que recordar que la Guerra Civil concluía por entonces con un contundente marcador en contra. El Gobierno francés, que nunca fue tibio ni imparcial con las cosas españolas, entregaba al gobierno de Franco, sin que el rubor le subiera a la cara, a miles de refugiados republicanos que huían del desastre. Y, no obstante, cuando se presentó la ocasión, los soldados españoles pisaron los primeros las calles de París enarbolando la bandera de la libertad. Y a pesar de este enorme gesto, y muchísimos más que se nos niegan, hemos crecido escuchando una sarta de estupideces sobre la condición y el mal talante de los españoles. Con gestos menores, los franceses, los ingleses, y no digamos los norteamericanos, han levantado una mitología cinematográfica que me atrevería a decir se ha convertido en el pilar del occidente moderno. Nos hemos acostumbrado a escuchar tantas cosas sublimes acerca del refinamiento francés, del coraje inglés, de la astucia americana, y de la socarronería y la indisciplina española que, al final, hemos acabado creyéndonoslas y asimilándolas como un mal complejo.

Yo conocí de niño a algunos de esos hombres intrépidos que lucharon por Europa. Contaban sus historias en el bar de mi padre, pero la mayoría de nosotros les escuchábamos con más aburrimiento que respeto. Recuerdo en especial la historia de un tipo que sirvió en la División Azul. Es cierto que estuvo del lado de los nazis, pero para el caso es lo mismo, porque este hombre, como casi todos ellos, era por entonces un adolescente que peleaba más por un pedazo de pan que por un ideal abstracto. Mil veces le oí en la esquina de la barra contar la historia de cómo un día se burlaron a su modo de las tropas alemanas. Fue en el invierno del año cuarenta y uno. Los españoles habían ganado entre la tropa alemana merecida fama de soportar como auténticos osos la dureza del clima ruso. En realidad, lo aguantaban todo, el frío, el hambre, la pésima equipación; todo, menos el no tener trato con mujeres. Este detalle resultó fatal. Para remediarlo, los alemanes les daban en las comidas una píldora antierótica ; pero ni por esas. Protestaron con tanto énfasis que consiguieron que les dieran a cada uno un condón y permiso para largarse por una noche a los burdeles de los arrabales. Con esto quedaba todo resuelto, sólo que a última hora hubo contraorden y se les retiró el permiso. Entonces, en señal de protesta, los soldados españoles inflaron los condones, los ataron a la punta de sus fusiles y, ante el estupor del propio Hitler, diez mil globos unánimes desfilaron por las calles de Varsovia a ritmo de legionario.

Yo nunca di crédito a esta historia, acaso porque el que la contaba era un charlatán español, un soldado de esos que no ganan ni a los dados. Si acaso la hubiera contado un francés o un americano, habríamos escuchado todos boquiabiertos. Pero ayer, estúpido de mí, leo las memorias del conde Ciano, el yerno de Mussolini , y ahí está, tal cual, el capítulo de los condones. Qué desastre, qué ocasión perdida de escuchar mil relatos maravillosos. Habría querido dar marcha atrás al tiempo y dejar que aquel hombre me abofeteara mil veces, por mi ignorancia; pero para qué, se habría revuelto de asco en su tumba con un homenaje tan tardío y tan inútil.

*Escritor