Tengo en casa una colección de memorias en las que célebres editores (Mario Muchnik,Jorge Herralde,<b> S</b>iegfried Unseld…) narran sus vicisitudes al frente de una gran editorial. No me he hecho por casualidad con esos libros: si hay algo que me entretiene son las peripecias de la edición, un mundo apasionante… visto desde la distancia.

Los libros que narran la gestación de libros son un señuelo meta para los amantes de las letras. Pero tal vez porque conozco un poco el paño, nunca he querido ser editor de libros, y a veces me cuesta incluso comprender que otras personas quieran serlo. La posibilidad de dejar una impronta cultural con un catálogo de títulos importantes, alabados por el público y la crítica, es un caramelo que ha incitado -sobre todo en los últimos tiempos- a muchas personas a lanzarse de cabeza a la edición. Pero uno no tarda mucho en percatarse de que la edición es una bestia egoísta que exige mucho y que suele dar muy poco.

La profesión del editor, digámoslo ya, consiste en gran medida en establecer relaciones agotadoras: con el autor, el corrector, el ilustrador, el impresor, el distribuidor, con el librero… Desde que nace la idea de publicar un libro hasta que este alcanza al lector, ha de pasar por numerosas manos. Que ese cúmulo de relaciones, marcadas a menudo por una vanidad desmesurada, llegue a buen puerto no es sencillo.

Por no hablar del lector, esa figura difusa y casquivana que puede convertir un libro (rara vez) en un best-seller o (en la mayoría de las ocasiones) en un producto marginal del que casi nadie habrá escuchado hablar.

Hoy día nacen más editoriales que bebés, no sé si por un respetable afán de aventuras o porque los implicados desconocen lo que se cuece entre bambalinas. El nuevo editor debe ser paciente: ha de enfrentarse día a día a numerosos desafíos hasta conseguir publicar libros que tristemente muchos no querrán leer. componiendo unes.