Filólogo

Los ciudadanos saben que los políticos propenden a trabajar demasiado: apenas toman posesión se lanzan, voraces, a escudriñar los presupuestos para subirse los sueldos, como hecho más urgente e inaplazable de la gobernabilidad de la ciudad o la comunidad: Sierra de Fuentes, Cáceres, Plasencia, la Asamblea de Extremadura, --¿tu quoque?--; la segunda urgencia es irse de vacaciones prácticamente hasta otoño.

La justificación siempre es la misma: la dignidad. El cargo necesita dignidad, y parece ser que toda la dignidad concebible hoy día está en la pasta, lo que rebajaría considerablemente la excelencia del cargo y del encargado. Un veterano juez cacereño manejó siempre la exigencia de que para ser independiente, debía ganar más, dejando al aire la sospecha de que sus sentencias pudieran estar siendo, hasta entonces, dignificadas a instancia de parte.

Resulta, sensu contrario, que indignos somos la mayoría de los seres humanos, y muy especialmente los funcionarios básicos de la Junta de Extremadura. Uno sospecha que aún anidan en el desván ideológico viejas telarañas que identifican funcionario con señorito, a juzgar por la miseria retributiva en la que les tienen. La indignidad absoluta es la nómina de un funcionario de base, que no resiste comparación con la nómina de un peón, aprendiz, meritorio, o botones: el funcionario es siempre más indigno. Si vive fuera de Mérida y ha de pagar el trasporte a la capital, la indignidad le llega a los pies. Esta alcanza su cima en vacaciones, que gracias a una ley obsoleta, rebasada en todo el Estado, no pueden ´disfrutarse´ en temporada baja, cuando la cosa es más barata, sino en verano, con atascos y todo más caro y con la consecuente dirección obligatoria: el pueblo.

Los dignos representantes del pueblo podrían dedicar algo de sus vacaciones a reflexionar sobre la conveniencia de devolver la dignidad a su sitio.